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Columna
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Conflicto laboral en Francia

Carlos Sebastián

La respuesta de los sindicatos y estudiantes franceses a la Ley del Primer Empleo está siendo virulenta y prolongada. El Gobierno francés entiende que es una forma de estimular el empleo juvenil, porque flexibiliza el empleo de los jóvenes y, en último término, reduce el coste no salarial de los contratos a personas sin experiencia laboral previa (elimina el coste que supondría la indemnización de despido multiplicada por la probabilidad de tener que despedir al empleado joven). Y, probablemente, al Gobierno francés no le falta razón, aunque esto no quiere decir que sea una buena ley.

Pero antes de criticarla, una reflexión sobre un aspecto del empleo juvenil relacionado con el problema. El deterioro de la calidad de la educación hace que el sistema educativo haya disminuido sensiblemente el papel de filtro: la función de identificar las aptitudes relativas de los futuros empleados. Efectivamente, en el sistema educativo francés conviven unos centros elitistas de gran calidad con unas universidades en proceso creciente de deterioro (quizá aún mayor que en España). Queda entonces en las empresas el ejercicio de la función de filtro, por lo que el nivel de incertidumbre que éstas tienen al ofrecer a un joven su primer empleo es mayor que en una situación en el que sistema educativo ejerciera esa función. Esto justificaría conceder a las empresas una mayor flexibilidad al contratar personas recién salidas del sistema educativo.

La reforma del Gobierno francés creará (o crearía, porque es bien posible que no llegue a aplicarse) una dualidad en los empleados que no es positiva ni para la productividad ni para la formación de la población joven. Ese es su aspecto más negativo, que compensa el efecto positivo que pudiera tener facilitar que los jóvenes realizaran formación en un puesto de trabajo. Posibilidad que la actual situación no propicia.

Con el contrato propuesto convivirían en la misma empresa empleados altamente protegidos con empleados cuyo despido no tendría coste alguno. En el caso de que la empresa sufriera un cambio en su entorno que provocara la necesidad de ajustar la plantilla, el ajuste recaerá sobre los empleados del segundo tipo. Pero lo peor es que de eso serán perfectamente conscientes ambos tipos de empleados. Y en ambos se producirán incentivos perversos. Los empleados protegidos tendrán menos incentivos para esforzarse, pues saben que, con independencia de su esfuerzo, cuando vengan mal dadas los otros serán los despedidos. Y los empleados no protegidos también serán conscientes de lo mismo, por lo que no tendrán incentivos para formarse, pues su permanencia es independiente de su formación.

La alternativa no es dejar las cosas como están. Probablemente ésa es una opción peor que la propuesta del Gobierno francés. La alternativa es reducir los costes de despido de todos los empleados. En último término, mejorar el equilibrio entre seguridad y flexibilidad, sesgado a favor del primer factor en Francia (y en España). En los países escandinavos los costes de despido son bajos, inexistentes en alguno de ellos, y el equilibrio se consigue mediante una intensa protección y asistencia al desempleado. El modelo no es directamente exportable a los países en los que las indemnizaciones por despido han estado presentes durante décadas. Pero ilustra con claridad que el citado equilibrio se puede conseguir con distintos arreglos. El profesor Blanchard, por ejemplo, propone reducir los costes de despido, pero, además, que los pagos de las empresas se hagan al sistema de protección y asistencia al parado y no directamente al despedido.

Pero avanzar en la racionalización de las regulaciones laborales, que tienen aspectos negativos muy incrustados en los valores de algunos países europeos, necesita de un liderazgo político que está ausente. Desde luego en Francia. Por ejemplo, toda la gestión política del proceso ha sido bastante lamentable, desde la forma en como se ha planteado, sin negociación ni debate, hasta la peregrina decisión del presidente de la República de anunciar la promulgación de la ley al mismo tiempo que defiende su modificación, dinamitando la credibilidad de la propia norma en el mismo acto de su promulgación. Esta falta de sensibilidad respecto a la primacía de la ley, la mencionada ausencia de debates promovidos desde los poderes públicos, y la irresponsable tendencia de justificar cambios en las regulaciones por factores externos y no por los efectos favorables que los cambios tienen para el funcionamiento de la sociedad y de la economía, constituyen la expresión del débil liderazgo presente en varios países europeos.

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