Aeropuertos nacionales
Vivimos un debate político -y ahora también, aunque todavía con menor intensidad, social- excesivamente tenso, crispado, lleno de insultos, descalificaciones y despropósitos. Hemos abandonado en gran parte el sentido del humor, la capacidad de tomarnos a broma a nosotros mismos y a las situaciones que generamos, y de poner de manifiesto el lado cómico de las cosas. Y la pérdida del sentido del humor es un camino directo hacia la perdición, individual y colectiva.
En ese contexto, me van a permitir mis lectores que hoy me desenvuelva en clave de humor: sin que nadie se moleste, y pidiendo disculpas de antemano a quienes puedan pensar que frivolizo con cosas importantes, confieso mi perplejidad ante los últimos avatares de las discusiones sobre las reformas de los estatutos de autonomía, tanto las que ya están en marcha como las que se preparan.
Perplejidad, sí: recuerdo que hace décadas gozó de cierto predicamento mediático el movimiento de naciones sin Estado. No sé si se habrá perdido en alguno de los recovecos de la globalización, o si la aceleración del tren de la historia ha provocado su caída, pero en su momento aglutinó a fuerzas políticas de diversas regiones y territorios que compartían el sentimiento de constituir naciones aunque carentes de Estado. En supuestos extremos, podía hablarse también de naciones sin territorio, cuando sus nacionales habían sufrido una diáspora que los había dispersado por el territorio de diversos Estados.
Ahora parece que hemos avanzado en los planteamientos: la nación ya no clama, allí donde esté, por disponer de un Estado (al menos en la primera fase de su reconocimiento como nación), sino que acepta convivir en un Estado plurinacional, en una nación de naciones. Pero eso sí, la flexibilidad tiene sus límites: puede admitirse la existencia de naciones sin Estado, pero no sin aeropuerto.
A alguien podrá sorprenderle que, superados todos los escollos (conceptuales, competenciales, de financiación), el acuerdo entre las fuerzas políticas patrocinadoras del nuevo Estatuto de Cataluña haya encallado por la discrepancia en relación con la trasferencia de los aeropuertos. Que después del reconocimiento de Cataluña como nación (aún indirecto y fuera del texto normativo) y tras la distribución de competencias realizada y de la consagración de la bilateralidad (en medida limitada pero significativa) o de la atribución de la facultad de designación de miembros de las altas instituciones estatales, el elemento de discrepancia haya sido la transferencia de los aeropuertos, deja una cierta sensación de comicidad, de ridículo.
Ahora resulta que después de todo lo que ha llovido podemos empantanarnos por la titularidad y la gestión de los puertos y aeropuertos. Que corremos el riesgo de que un episodio político de tanta trascendencia como la aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía para Cataluña quede marcado, en la memoria colectiva, por una discusión en torno a dichas cuestiones.
La gestión de los aeropuertos podría privatizarse íntegramente o bien mantenerse una gestión pública de los mismos, con participación de las distintas autoridades regionales y locales: habría que abrir un debate sobre ello, estudiando modelos comparados y atendiendo a las exigencias de un funcionamiento eficiente de los servicios públicos; pero lo que no parece justificado es que esa discusión tenga la importancia simbólica y el alto contenido político que se le ha atribuido.
Y, sobre todo, no tiene sentido que volvamos a la vieja idea de la nacionalización de servicios y de empresas públicas. Igual que ha sucedido con la discreta reconstrucción autonómica de un sector público empresarial que se desmantelaba en el ámbito estatal, podemos encontrarnos que pasamos de los aeropuertos nacionales españoles a los aeropuertos nacionales de Cataluña, de Andalucía, de Galicia, etcétera. Podemos pasar de organizar los cielos de Europa a consagrar un mosaico de minicielos autonómicos.
Estas situaciones, dejando aparte los juegos y las simulaciones políticas, son, probablemente, el resultado de habernos embarcado en un proceso de reformas estatutarias sin estudiar previamente el funcionamiento, desde el punto de vista del ejercicio de las competencias transferidas, del Estado de las autonomías. Sin analizar cuáles han sido los resultados del proceso de transferencia competencial que hemos vivido, en términos de eficaz organización de los servicios públicos y de eficiente prestación de los mismos a los ciudadanos. Y la consecuencia de plantear la distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas, en clave más soberanista que de organización de las actividades administrativas y de los servicios públicos en beneficio de los ciudadanos.
Con una organización territorial asentada y con la lealtad constitucional de todos sus componentes, la titularidad y la gestión de los aeropuertos, como tantas otras cuestiones, debería decidirse en función de lo que resulte más beneficioso para la importante actividad económica asociada a la utilización de infraestructuras aeroportuarias y para los derechos de los ciudadanos. Salvo que queramos, una vez más, huir de la racionalidad e instalarnos en la melancolía. Que esta vez hasta puede resultar divertida.