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Tribuna
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El fumar se va a acabar

Que el consumo de tabaco tiene efectos nocivos para la salud es sobradamente conocido. Que los derechos de los no fumadores merecen la protección pública es generalmente aceptado. Por ello, el consenso con los objetivos de la ley antitabaco es prácticamente universal. Sentado lo anterior, lo cierto es que fumar constituye una práctica muy extendida entre la población española, de hecho es habitual para un tercio de los mayores de 16 años, lo que determina que la modificación de este hábito provoque consecuencias relevantes, entre ellas varias de carácter económico.

De entrada, hay que constatar que el consumo de tabaco es muy inelástico respecto al precio. En efecto, en 2004, pese a que la subida media del precio de la cajetilla de tabaco fue próxima al 6%, el consumo permaneció prácticamente inalterado (el número de cajetillas consumidas disminuyó sólo un 0,4%). Así, pretender reducir significativamente el consumo actuando exclusivamente vía precio exigiría aumentos desorbitados de los mismos y acabaría provocando consecuencias perversas, tanto en forma de mayores beneficios para productores, distribuidores o fisco, como mediante una exclusión discriminatoria del consumo según nivel de renta con la consecuente carga de inequidad. Por ello hay que aplaudir la intención de la ley que aspira a disminuir el consumo de tabaco a través de restricciones y dificultades en su venta y en su consumo.

Ahora bien, la relevancia económica del sector obliga a plantearse las consecuencias del posible éxito de la ley. En primer término, en España la actividad económica que genera el tabaco -producción y venta- proporciona 60.000 empleos directos y, según estimaciones habituales, cerca de 30.000 empleos indirectos. En consecuencia, la reducción de consumo que se pretende hace peligrar buena parte de los mismos, en el límite todos, lo que es un dato trascendente.

El conjunto de intangibles en juego justifica la pérdida económica por la reducción del consumo de tabaco

Respecto a la producción, no podemos olvidar que España es el tercer país productor de la Unión Europea (después de Italia y Grecia) y a mucha distancia del cuarto. Además, nuestra producción se concentra en Extremadura y Andalucía -87% y 11% de la producción nacional respectivamente-, dos regiones que no andan sobradas de actividad económica. Por tanto, es necesario que se elaboren planes de reconversión de cultivos y de la subsiguiente actividad industrial de transformación para sustituir a los actuales. No es casual que entre las escasas voces críticas que han surgido destaque la Unión de Pequeños Agricultores (UPA) de Extremadura, que ha calificado a la ley como 'ley talibán'.

En relación con la distribución, cabe señalar uno de los aspectos controvertidos de la ley, toda vez que entre las medidas restrictivas para su venta coexisten algunas que son neutrales entre los vendedores preexistentes -es el caso del aumento de la edad mínima necesaria para adquirir tabaco- con otras que por el contrario discriminan a unos distribuidores frente a otros. A modo de ejemplo, sea cual sea el nivel de consumo y por tanto de venta, los estancos van a resultar en términos relativos beneficiados por la prohibición decretada a otros, caso de los restaurantes.

También el Estado va a resultar afectado. De una parte, el posible éxito de la ley, al disminuir el consumo, reducirá la recaudación que anualmente se obtiene del impuesto sobre el tabaco. En 2004, dicho impuesto proporcionó casi 5.500 millones de euros, lo que supone un 4% del total de nuestra recaudación tributaria y, en consecuencia, más de un 3% del presupuesto de ingresos del Estado, porcentaje nada desdeñable.

Es cierto que en paralelo también se reducirá el gasto público sanitario provocado por el tabaco, pero las cuentas le saldrán deficitarias al Estado. Así es, los gastos sanitarios directos imputables al tabaco -atención médica y medicamentos- ascienden 3.600 millones de euros y la estimación de los gastos indirectos supone un tercio de los anteriores, por lo que en una consideración global el Estado perderá. Claro está que el conjunto de intangibles que está en juego justifica sobradamente la potencial pérdida económica.

Finalmente, haremos dos reflexiones adicionales. Primera, siendo lógica y legítima la defensa de los derechos de los no fumadores, incluida la preeminencia de los mismos frente a los de los fumadores, llama la atención que éstos constituyan prácticamente la primera minoría que no goza de una especial protección por parte del Gobierno de Zapatero. Lamentablemente para ellos, no forman parte de la peculiar 'coalición de minorías arco iris' que tanto cultiva el presidente: religiones marginales, inmigrantes, individuos con opciones sexuales diferentes, discapacitados, mujeres trabajadoras… Segunda, la belicosidad con la que se plantean las medidas restrictivas del consumo puede acarrear un efecto contrario al perseguido, especialmente entre los jóvenes. No olvidemos como lección histórica la inutilidad de otras medidas prohibicionistas como la Ley Seca norteamericana, o recordemos que muchos sociólogos vinculan el actual consumo compulsivo de alcohol en determinados países con pasadas prohibiciones, frente al consumo racional en otros donde éstas no han existido -valgan Suecia y Francia como ejemplos respectivos-.

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