_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Perplejidades de un hispanista inglés

Aquellos lectores que hayan seguido estas croniquillas mías desde hace años recordarán a mi amigo Norman; un inglés que desde 1965 conoce España, su historia y su geografía mejor que la mayoría de los españoles. Es, además, amigo de historiadores tan prestigiosos como Elliot, Thomas o Carr, lo cual confiere a sus opiniones un peso adicional muy respetable. Hace una semana estuvo en Madrid después de pasar seis días entre San Sebastián y Barcelona y tuvimos la ocasión de charlar largamente. Poco sobre su país -detesta a Blair, por mentir al país respecto a la guerra de Irak, pero tiene tan poca confianza en Brown como en Cameron- , sobre la UE y el cheque británico o las recientes revueltas francesas; por el contrario, me preguntó detenidamente respecto a la situación política española y me confesó sus dudas e inquietudes.

El reciente acuerdo presupuestario entre el Gobierno vasco y el PSE, que le explicó un común amigo donostiarra, le recordó la extraña alianza que entre 1934 a 1936 se forjó entre socialistas y nacionalistas vascos cuando ambas partes decidieron que la derecha -en aquel caso la CEDA- era el enemigo a derrotar y Prieto entonó con Aguirre el Gernikako Arbola y los comunistas -¿la Izquierda Unida de Madrazo?- descubrieron que el nacionalismo formaba parte de la revolución social.

Pero en todo caso son las discusiones respecto al proyecto de nuevo Estatuto catalán lo que le tienen perplejo. Y también aquí sus explicaciones, que reposan en un profundo conocimiento de nuestra historia, me parecen tan sugerentes que no resisto la tentación de intentar resumirlas para beneficio del lector.

Al leerle el preámbulo de la propuesta de reforma del Estatuto con su afirmación inicial de la construcción catalana desde siglos pasados se sonrió. El catalanismo, me dijo, es un largo proceso que ha cohesionado intereses muy diversos y cuyo factor unificador fue la lucha, en el siglo XIX, por asegurar un proteccionismo industrial.

Por lo tanto, el acontecimiento que ese preámbulo debería mencionar fue la oposición al arancel de un catalán, Figuerola, de 1869, que además de eliminar gradualmente las regulaciones mercantilistas intentaba fomentar el desarrollo de la industria manufacturera española.

La reacción proteccionista fue general en toda Cataluña: desde la cruzada de Fomento del Trabajo Nacional hasta las admoniciones del obispo de Barcelona, advirtiendo al Senado que el paro originado por el libre comercio pondría en peligro la moral de las clases trabajadoras. Sólo en 1906, con la aprobación de unos aranceles plenamente satisfactorios para los intereses proteccionistas catalanes el reconocimiento de sus peculiaridades y la defensa de las virtudes propias frente al Estado castellano -inepto, corrupto y mantenido gracias a la laboriosidad catalana- se situó en primera fila, iniciándose, afirma mi amigo, un proceso político que de un regionalismo moderado y una visión descentralizadora como medios adecuados para defender los intereses económicos catalanes acabó con la aparición de partidos nacionalistas radicales para quienes los defensores del diálogo con Madrid eran calificados de traidores y el sistema monárquico simple reflejo de un Estado decadente que negaba la existencia de una patria con personalidad propia y anterior a su unión con Castilla, patria que requería una autonomía política cuya formula preferida sería un Estado catalán dentro de una federación con las restantes naciones de España.

Así se explica, añade mi amigo, que cuando no se había asentado la II República, un representante de ese separatismo radical, Macià, intentase declarar el Estado catalán. Después el proyecto de Estatuto, negociado con habilidad y determinación por Azaña, satisfizo las demandas catalanas más razonables si bien sus críticos, incluidos los socialistas, señalaron numerosas imperfecciones en la distribución de competencias, especialmente las financieras, sociales y de orden público.

Como escuchaba alarmado su relato, mi amigo el hispanista inglés se sonrío: 'Escucha, el relato no acaba aquí'. Pocos años después el sucesor de Maciá en la presidencia de la Generalidad, el también militante de ERC Companys, convirtió la sentencia del Tribunal de Garantías Constitucionales contra la Ley de Cultivos, de dudosa legalidad y aprobada para favorecer a los simpatizantes de Esquerra, en un intento deliberado por parte del Gobierno central -en connivencia con los grandes propietarios catalanes- 'para destruir la autonomía catalana'.

Mis temores, me aseguró, son dobles y residen, primero, en que no estoy seguro que Rodríguez Zapatero tenga ni la habilidad ni el carácter de Azaña para resolver con éxito la negociación de la actual propuesta de Estatuto y mucho me temo que Maragall haya caído en la misma trampa que Companys cuando el 6 de octubre de 1934, al declarar la República catalana dentro de la República Federal Española, afirmó 'ya está hecho..., veremos si ahora también dicen que no soy catalanista'. Cuando se marchó fui yo quien se quedó perplejo.

Archivado En

_
_