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Directivos

Cada vez menos productivos

Antonio Cancelo analiza las decisiones que deberán tomar los ejecutivos en un corto plazo de tiempo, acuciados por el descenso de la competitividad de las empresas españolas

La economía española lleva años dando signos de las dificultades que encuentra para mejorar su productividad, hecho que en un proceso acumulativo conduce a una pérdida inevitable de competitividad, mucho más en unas circunstancias en las que el análisis comparativo carece de límite geográfico alguno y se hace en consecuencia más complicado, y a la larga imposible, mantener cualquier índice de crecimiento. Incrementar los costos por encima de la inflación tiene toda la razonabilidad derivada del deseo de mejorar el poder adquisitivo, si se trata de los salarios, pero hacerlo más allá del crecimiento de la productividad constituye un error que con el paso del tiempo puede resultar irreparable, argumento que es igualmente aplicable a cualquier concepto de gasto.

Cuando la demanda interna se comporta tan positivamente como lo viene haciendo últimamente, se produce un efecto narcotizante que impide captar en toda su dimensión la negatividad del fenómeno a que aludimos, pero no por ello sus efectos perniciosos desaparecen aunque las cuentas de explotación no los recojan, lo que conduce a una ralentización de la toma de medidas que serían deseables si se quiere evitar que los nubarrones que se observan en el horizonte descarguen la tormenta predecible.

Los efectos de un deterioro de la productividad en términos relativos con otras economías son de sobra conocidos y están suficientemente testados para tener que incidir sobre ellos, baste recordar que en estas circunstancias las exportaciones encuentran más dificultades, reduciendo su ritmo de crecimiento o llegando a hacerse negativo, mientras que el mercado interno se hace más permeable, incrementando el ritmo de las importaciones, con el consiguiente deterioro de la balanza comercial. Estos comportamientos no se pueden inscribir exclusivamente en el marco de la macroeconomía, ya que afectan al núcleo básico en que se asienta la competitividad de un país, es decir, sus empresas, por lo que el análisis desde la perspectiva macroeconómica resulta insoslayable y desde este enfoque no hay más remedio que preguntarse por el papel de los directivos, responsables en último término de la competitividad de las empresas.

Observar la escasa ganancia, o incluso la pérdida de competitividad, de la empresa española, con todas las excepciones que se quiera, no es una buena noticia, y estoy seguro de que todos aquellos que detentan puestos de responsabilidad deben estar en buena lógica preocupados por una evolución que sólo quebrantos puede ocasionar en el medio plazo. Y si los efectos negativos afectan en menor medida al corto plazo es debido al buen comportamiento de la demanda interna, lo que no debería conducir a la tranquilidad, porque el peligro de un debilitamiento de esa demanda podría ocasionar fuertes trastornos en la mayoría de los sectores. Son muchas las industrias que, pese a ese buen comportamiento del mercado interior, ya están sufriendo los efectos de los continuados incrementos de costos sin la correspondiente mejora de la productividad, sin que en estos momentos sepan encontrar las medidas que permitan corregir este hecho sin llegar a situaciones traumáticas.

Se alargan en el tiempo las decisiones necesarias, porque son incómodas, porque generan contestación y se acaba finalmente en los reajustes de los medios productivos, incluyendo la reducción del empleo o, en el peor de los casos, el cierre de las actividades. Los efectos de la evolución de los costes relativos los hemos vivido ya en sus dos expresiones básicas, la primera cuando esa situación nos resultaba favorable y España era un excelente país para invertir y los políticos de todos los entes territoriales hacían ofertas ventajosas y competitivas entre sí, para recibir el beneplácito de la instalación de grandes y medianas empresas que proporcionaron un impulso decisivo al desarrollo específico de la zona en que se instalaron, entendiendo su influjo benéfico a otras áreas.

Empezamos a vivir la otra versión de esa migración, que ahora encuentra condiciones más favorables en otros países y que, consecuentemente, actuará aplicando la misma lógica que ya utilizó en el pasado. Pero esa reubicación territorial no sólo afecta a aquellas empresas que ya anteriormente se habían movilizado, sino también a muchas otras fuertemente arraigadas en su entorno, cuya voluntad es la de permanecer, viéndose arrumbada esa voluntad por la imposibilidad de competir con empresas de su sector instaladas en países con condiciones objetivas más favorables. Comienzan a recogerse las consecuencias de una falta de productividad que acumulada año tras año hace finalmente imposible el mantenimiento de la actividad en el territorio originario.

Seguramente el inicio de este proceso migratorio haya llegado demasiado pronto, debido a la escasa atención que los directivos han dedicado a la mejora de la productividad, anticipando el acontecimiento esperable, y deseable, de la incorporación de otros países que, con menos preparación aparente, son capaces de ofertar productos de la misma escala o complejidad tecnológica en la que nosotros nos habíamos situado. Dado que nuestros costos no son los más elevados de Europa, debería existir todavía un gran espacio para competir con los grandes mercados europeos y norteamericanos, a poco que la atención a la productividad se coloque en el lugar prioritario de la agenda de los directivos, incluyendo a aquellos que se encuentran en sectores aún al abrigo de las situaciones descritas.

Frente a países con costos de los factores productivos más favorables en términos absolutos, existe, o debería existir, una capacidad organizativa, creadora, de investigación, de dirección, etc., que permita, pese a todo, competir con éxito en una carrera en la que, si los directivos son los máximos responsables, todos los componentes de la empresa se encuentren implicados.

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