El ascensor y la desconfianza
Juan Carlos Cubeiro explica, a raíz de los incidentes en Francia, cómo la mentira y la manipulación generan malestar y protestas. Y asegura que los cargos se ganan con la confianza de los subordinados
Después de varias semanas de disturbios en 300 localidades, unos 10.000 coches y centenares de edificios públicos quemados, todo el mundo reconoce que en Francia el ascensor social ya no funciona. Según el peruano Danilo Martucelli, jefe de investigación social del Centre Nacional de la Recherche Scientifique, los rebeldes 'como no pueden mejorar su barrio pobre y tampoco pueden ascender socialmente y abandonarlo, lo queman'. Lo que en mayo del 68 fue una exageración de intelectualidad, en la crisis actual observamos una absoluta falta de ellas: no hay motivos visibles más que la rabia y la desesperanza. De 'la imaginación al poder' al 'voy a j... a Francia hasta que me quiera'. La respuesta del ministro galo del interior (aplicar la ley de excepción y expulsar a los extranjeros condenados por los disturbios), si bien parece resolver momentáneamente la situación, el problema de fondo persiste: como el sistema les ignora, los jóvenes de la banlieue se han inventado otros valores bien distintos de los del esfuerzo recompensado.
Desesperanza: como la que sufrían los soldados norteamericanos prisioneros en la guerra de Corea. Un 38% se suicidó, la tasa más alta en la historia militar de su país. Y esto en campos no especialmente crueles, sin escasez de agua, ropa y alimentos, sin tratar de escapar. Según el doctor William Mayer (que llegó a convertirse en director de psiquiatría del ejército americano), tras investigar a 1.000 de sus compatriotas, los prisioneros morían por 'abandonitis', falta de resistencia, pasividad. Los norcoreanos utilizaban cuatro tácticas: animar a delatarse unos a otros (para quebrar la confianza), promover la autocrítica en los soldados (en grupos de 10-12 personas, en las que les obligaban a confesar todo lo malo que habían hecho), romper la lealtad hacia los líderes y hacia su país y, sobre todo, evitar cualquier apoyo emocional positivo (retenían las cartas de ánimo y entregaban inmediatamente las de malas noticias). Para Mayer, se trataba de una forma de 'aislamiento emocional y psicológico jamás visto hasta entonces'. Quebrar la confianza y la lealtad en el sistema, promover la autocrítica como 'terapia de grupo distorsionada' y reiterar mensajes negativos es ya lo más habitual en nuestras sociedades y nuestras organizaciones. Los telediarios se han convertido, como nos recordaba José Luis Balbín este verano, en una desesperante combinación de sucesos y fútbol. La confrontación es constante y diaria, por cualquier tema. En las organizaciones abunda el malestar, el enfado, la rutina, el fiasco.
En La divina comedia de Dante, podía leerse sobre la puerta del infierno: 'Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate.' (Abandonad toda esperanza, quienes entráis aquí). Sin esperanza, el individuo considera sin sentido su existencia y destruye el vínculo social.
'Necesitamos directivos capaces de reflexionar sobre su papel y de generar emociones positivas'
La esperanza es el gran tema de los líderes organizativos. Ya Napoleón nos advertía que 'la primera tarea de un líder es mantener viva la esperanza'. La esperanza (una sana esperanza, no una vana esperanza) es el gran imán emocional, una poderosa combinación de visión de futuro ilusionante, de optimismo (Luis Rojas Marcos nos recuerda en su último libro que son los optimistas los que se llevan el gato al agua) y de una arraigada creencia de que las personas pueden alcanzar la meta soñada. El papel que juega la esperanza en el rendimiento deportivo, académico y empresarial esta suficientemente estudiado por expertos como Curry, Zinder, Cook, Ruby y Rehm desde hace 30 años. Sin embargo, la imagen de directivos y empresarios suele asociarse al de gente gris, preocupada por 'hacer los números' y no precisamente con personas dotadas para generar esperanza en los demás, sino más bien para quemarles. Según el profesor Iñaki Piñuel, de la Universidad de Alcalá de Henares, de los cuatro millones de españoles con depresión al menos la mitad lo está a causa de un ambiente laboral tóxico. En sus palabras: 'Un 50% de los subordinados, esto es la mitad de las plantillas, estiman que su jefe directo no está capacitado para dirigir personas, y un 36% haría examinar a su jefe por un psicólogo porque tienen dudas de su salud mental. Ser líder no viene con el nombramiento, sino con el reconocimiento de los subordinados'.
La relación de los 'jefes tóxicos' con sus subordinados (que, según el científico británico George Fieldamn puede elevar el riesgo de enfermedades cardiacas en un 16% y la posibilidad de sufrir un infarto en un 33%.) es de 'comprar o eliminar'. Modelo Nicolás Sarkozy: Sociedad de consumo o toque de queda (por cierto, aprobado por tres de cada cuatro franceses). Para el filósofo francés Bernard-Henri Lévy, lo que aguardan esos jóvenes es 'una palabra que hable, no de rencor y de desconfianza, sino de igualdad, ciudadanía, consideración y, como dicen ellos, respeto'. Ese respeto que echan a faltar en su entorno de trabajo, según una investigación de Otto Walter, la mayor parte de los profesionales españoles.
Necesitamos directivos capaces de reflexionar sobre su papel y de generar emociones positivas en sus equipos, para apreciar a su gente. Respeto, dignidad, autenticidad, aprecio. Nada de mentiras ni de manipulación, que generan desánimo o furia violenta. Es, citando de nuevo a Dante, en su visión final del Paraíso. 'L'amor che move il sole e l'altre stelle' (El amor que mueve el sol y las otras estrellas).
Cuando los coches de tu vecino veas quemar, pon tus líderes a esperanzar.