Subvenciones y sumisiones
Parece que andamos echando las cuentas de la ruptura de forma más bien escandalosa. Alguien ha convencido al sector dominante de la jerarquía eclesiástica de que es el momento de sumarse a la batalla política del Partido Popular en un ambiente de inminente derrocamiento del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Entonces, el Gobierno se siente maltratado por la Iglesia, con los obispos de manifestantes y la cadena COPE instalada de modo permanente en el insulto procaz, y aduce las cifras de las aportaciones económicas a la Iglesia por cuenta del erario público. Los subvencionados reaccionan diciendo que merecerían aún más pasta y que todas las dádivas recibidas serán incapaces de aplacar sus principios y llevarles a la sumisión. La historia, testigo y maestra de la vida, está lejos de confirmar semejantes proclamas de dignidad incoercible. Pero, en todo caso, señores del Gobierno, desviar fondos indebidos a la Iglesia es defraudar a los contribuyentes y debe recordarse que de los sobreentendidos derivan los malentendidos.
Se diría que crece la tensión entre la Iglesia y el Gobierno del presidente José Luis Rodríguez Zapatero. La temperatura del desencuentro ha vuelto a lanzar a media docena de obispos a la calle para alinearse con los manifestantes del sábado pasado contra el proyecto de Ley Orgánica de la Educación. Son síntomas del regreso a la santa alianza de los eclesiásticos con la derecha militante del Partido Popular, de la recuperación de las dos Españas con su cainismo y su canesú. El fenómeno supone décadas de retroceso respecto de la normalización que ambientó los años de la transición. Entonces la Iglesia se apeaba del nacional-catolicismo que bordaba rojo ayer y dejaba ver su nuevo compromiso con los derechos humanos y sus conchabamientos y acogimientos a los sindicatos ilegales y a las fuerzas de oposición durante el franquismo.
Hubo un reparto de papeles, ajeno a todo cinismo o designio táctico, impulsado por las sensibilidades diferenciadas y por los estímulos procedentes de muy distintos entornos vitales. Al final de la jornada se hubiera podido parafrasear el antiguo lema, como si Dios hubiese escrito derecho con curas torcidos.
Expliquémonos mejor. El caso es que por arriba la alta jerarquía episcopal, salvo pronunciamientos aislados a favor de alguna feligresía muy afín, dispensaba toda suerte de halagos, adhesiones y recepciones bajo palio al dictador; mientras, por abajo el clero sin graduación se imantaba con las dificultades y las ambiciones de las gentes menos favorecidas o más distanciadas de la ortodoxia de aquel régimen represivo cuya declinación se acompasaba con la de la figura de su fundador. Ese bajo clero, bloqueado en sus posibilidades de ascenso, era el que las autoridades al uso consideraban integrado por curas subversivos, comunistizados, los cuales ya por el camino de la solidaridad con los obreros en el tajo o por el del contacto con los intelectuales de la disidencia, habían generado desde años antes figuras como la del cura-obrero o la del capellán de colegio mayor tiznado de progresismo librepensador.
Los jerarcas eclesiásticos, por propia iniciativa unas veces, y atendiendo a la presiones de las autoridades políticas en otras ocasiones, se mostraron por lo general muy diligentes en la represión de esos subordinados suyos de perfil conflictivo que se han descrito en el párrafo anterior. Pero muy poco después, aquellos mismos que tantos quebraderos de cabeza habían dado al episcopado eran convertidos en ejemplos de la anticipación con la cual la Iglesia se había lanzado a promover los nuevos tiempos de libertad en pos de lo cual andábamos caminando no sin graves sobresaltos.
La Iglesia jerárquica prefería sintonizar con la democracia que se veía venir, de la misma manera que la derecha tuvo el instinto de hacerse progresista, al mismo tiempo que la izquierda optaba por la moderación. Así que a cada iniciativa progresista de la derecha respondía otra de carácter moderado de la izquierda y viceversa.
Estábamos en una dinámica de convergencia hacia el centro, que es donde habitaba la mayoría social y se ganaban las elecciones. Empezaba a ser posible que los socialistas fueran cristianos y que los del centro derecha defendieran la libertad religiosa, el estatuto civil del divorcio o la despenalización del aborto en determinados supuestos. Así la polarización religiosa dejaba de coincidir con la política. Ahora volvemos a la dinámica inversa, la de la centrifugación, la del predominio del extremismo en el liderazgo de los bloques sociales y, en consecuencia, a la desertización del centro. Como si los caladeros del voto de las opciones políticas competidoras se hubieran distanciado hasta situarse en las antípodas. Volvemos a problematizarnos, a España como problema, al vértigo de pasados antagonismos, a la ceguera de los conflictos innecesarios. Continuará.