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Columna
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El mercado asediado

La prosperidad del mundo occidental, y la que apunta en los países que se industrializan e integran en la economía mundial, se basa en el mercado. El mercado surge espontáneamente de la interacción de las personas. Prosperó porque era más eficiente que otras formas de intercambio, ya que promueve la división del trabajo y, con ella, la eficiencia en la producción y la variedad en la oferta para los consumidores. Cuando el mecanismo de precios funciona en libertad indica dónde hay escasez de oferta impulsando a la inversión a aportar lo que se demanda mientras que, donde los márgenes bajan, insta a desplazar factores de producción hacia donde son más provechosos. Esos movimientos continuos mejoran la posición de los compradores al tiempo que reducen el beneficio de los productores. El mercado, incluso donde es parcial, es más eficiente que la orientación decidida por planificadores, es más rápido en las reacciones y estimula la capacidad innovadora de quienes participan en él.

Si la libertad de actuación se recorta, si los precios se fijan por la autoridad o se permite la actuación de empresas privilegiadas (por la titularidad pública, por la concesión de monopolios u otras razones), si se restringe el acceso o se regula sin necesidad o en demasía, la capacidad de los precios para orientar la actividad se deteriora.

El mercado necesita una regulación precisa y que se cumpla, que defina los derechos y las obligaciones, que proteja los primeros e inste a cumplir las segundas, que prevenga y evite el daño a terceros y compense el daño ocasionado por conducta impropia.

Sobre todo, necesita que se le defienda continuamente, igual que debe defenderse la libertad, la democracia y el Estado de derecho, pues con su deterioro hay mucho que ganar a costa de consumidores y competidores. Para este fin se han creado los tribunales de defensa de la competencia que persiguen la colusión, la fijación concertada de precios y, en general, las prácticas desleales; sin embargo, hay ámbitos que escapan a su ámbito de atribuciones y que son tanto o más dañinos para la competencia que, como dice la norma que la reglamenta, es 'el bien común'.

La reducción de la competencia perjudica al mercado, a los consumidores, al bienestar general y a la capacidad de crecimiento. Una vía para cuestionar el mercado es fijar precios que no reflejan la oferta y la demanda o incumplir las normas que rigen para los demás. Así, los países que intervienen y falsean la cotización de sus monedas distorsionan la competitividad. También lo hacen los productores que no respetan la propiedad intelectual de los competidores al copiar sus productos y marcas o quienes venden productos fabricados con componentes prohibidos por su efecto nocivo.

Una segunda vía es el uso de la fuerza para imponer demandas concretas acerca de los precios a pagar o las subvenciones a recibir. Por legítima que sea cualquier protesta, los medios también deben serlo y el corte de carreteras y calles o el bloqueo de puertos han de evitarse pues ni son un argumento ni hay legitimidad para lesionar la libertad y el derecho de terceros. Tampoco es adecuado que se inste a alguien a reducir el precio para perjudicar menos a los compradores del producto, pues con eso se desnaturaliza su función informativa y se elimina el incentivo para aumentar la oferta de lo que escasea y se demanda.

Otro eje de actuación contra el mercado pasa por la modificación de leyes. El reparto de trabajo postulado hace unos años y la reducción de la jornada laboral por decreto son ejemplos de esas iniciativas. Las mejoras en productividad sirven, entre otras cosas, para rebajar el número de horas anuales trabajadas, tal como reflejan las series históricas en los países de mayor nivel de desarrollo, pero cuando se dieron saltos rápidos se perjudicó la competitividad y el empleo. La propia Alemania está dando marcha atrás en los recortes realizados con apresuramiento.

En mercados con competencia, si las transacciones son libres y el precio recoge todos los costes en que se incurre, se maximiza el bienestar y la asignación de los recursos es óptima. Es un resultado de la acción económica que va más allá de la voluntad de los participantes. Para algunos esto es desconocido y prefieren la acción directa para atender a deseos, expectativas y opiniones de otros. Así, al tratar la responsabilidad social de la empresa se suelen introducir pautas de relación con proveedores, y de atención a grupos de interés, que cuestionan la eficiencia y se arrogan potestades que son impropias. Con ellas se postulan otras que son valiosas y deseables, si son voluntarias, pero que se desnaturalizan si se imponen por ley. La experimentación social es un asunto delicado y en este ámbito pueden hacer tanto o más daño que otras distorsiones a la competencia.

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