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Columna
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Continuismo

Mi actitud ante la presentación del proyecto de Presupuestos del Estado se vuelve más relajada cada año que pasa. ¡Qué lejos queda la tensión de aquellos años en los que cuadrarlo era un ejercicio de prestidigitación! Desde el Presupuesto de 1998, el crecimiento económico ha cuadrado las cuentas. Poco nuevo hay que comentar con cada nuevo Presupuesto. Hay una serie de apreciaciones, sin embargo, que merecen ser repetidas.

La primera se refiere al carácter procíclico del Presupuesto. Pese a que en nuestro sistema impositivo la recaudación tiene elasticidad claramente superior a la unidad (la recaudación tiende a crecer más que la economía). Pese a que, por otra parte, hay partidas de gasto que son anticíclicas, como las prestaciones por desempleo, que suben más cuando el crecimiento es escaso. La combinación de unos ingresos procíclicos con un gasto anticíclico debería reforzar la dependencia del saldo presupuestario respecto a la fase de ciclo, pero eso no es todo.

Cuando se presupuestan gastos, se hace generosamente cuando se prevén suficientes ingresos, como sucede en los últimos ejercicios. De la misma manera, se bajan impuestos cuando hay suficientes ingresos, independientemente de su idoneidad en términos coyunturales. Sucedió con las dos reformas del IRPF de la era Rato y, sucederá en 2007. Por último, la estructura financiera y política de nuestras Administraciones públicas refuerza la dinámica procíclica del gasto: en la medida en que el Estado se beneficia del buen momento coyuntural más que las comunidades autónomas, puede transferir más recursos a la Administración territorial en momentos de bonanza económica.

Ningún mecanismo ha podido atenuar esta prociclicidad desestabilizadora de la actividad financiera del sector público. Iniciativas como la Ley de Estabilidad Presupuestaria del anterior Ejecutivo tienden a reforzarla. Su modificación para incorporar el concepto de equilibrio presupuestario a lo largo del ciclo, dadas las carencias en su aplicación práctica, no modifica tampoco el carácter procíclico del saldo fiscal español.

Otra constante en el Presupuesto de Estado y Seguridad Social tiene que ver con la consolidación de sus flujos de ingresos y gastos. Nuestra Administración central incurre en un cierto superávit que se debe, principalmente, al saldo favorable del sistema de pensiones contributivas.

Imaginen el caso de una compañía de seguros que administra planes de pensiones: bajo el esquema de contabilización de la Seguridad Social, se anotaría en el beneficio cada aportación de los partícipes, sin reconocer la asunción de compromisos con el cliente. Puesto que se paga menos a los pensionistas de lo que contribuyen los trabajadores, aparentemente hay beneficios. Estos se los apropia la Administración central, y los emplea para compensar su insuficiencia de ingresos. Sin embargo, en las cuentas públicas la Administración central no consolida las obligaciones. Nadie suma a la deuda del Estado los compromisos adquiridos por el sistema de pensiones, ni pone límite a su endeudamiento neto conjunto.

En los últimos 30 años, el Presupuesto de la Administración central ha abusado de la consolidación de cuentas entre Estado y Seguridad Social. La confusión, alentada por la clase política, incluye los pagos de pensiones contributivas como gasto social. El presidente Aznar llegó a garantizarlas personalmente, ¡como si el dinero lo fuera a poner él! Las cuentas y objetivos presupuestarios de estas dos Administraciones deberían separarse estrictamente, exigiendo equilibrio al saldo del Estado.

Otra apreciación se refiere al contenido informativo del Presupuesto del Estado. Con el proceso de descentralización, las cifras del Presupuesto de las Administraciones centrales cada vez resultan menos informativas respecto a la actividad financiera del sector público. Así, como es el caso del gasto sanitario, resulta difícil saber cuántos recursos se están destinando de manera agregada a cada política de gasto, o su relación con los objetivos.

No estoy cuestionando con ello la descentralización del gasto o de las decisiones. Sin embargo, dicha descentralización ha supuesto una pérdida de transparencia de la actividad de las Administraciones públicas y, por tanto, de las posibilidades de control de la sociedad sobre dicha actividad.

La última apreciación se refiere al carácter expansivo de los últimos Presupuestos. Desde algo antes de la incorporación al euro, la economía española goza de la combinación de política fiscal y monetaria más expansiva de nuestra historia. Lo vemos en el saldo corriente. Lo notaríamos también en nuestra inflación si no fuera por la caída de precios de ciertos bienes comercializables.

Todos estamos de acuerdo, pero nadie con poder político ha hecho mucho al respecto en ocho años. No basta con cumplir los objetivos de saldo fiscal. Deberían ser mucho más ambiciosos desde el Presupuesto. No vale, a estos efectos, que la ejecución presupuestaria supere ligeramente los objetivos presupuestarios.

Mi actitud relajada al inicio del otoño respecto al Presupuesto está causada por su previsibilidad. Pero esa actitud no tiene que ver con el desasosiego que cada otoño transmite el Presupuesto respecto a la solución de los problemas de nuestra economía.

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