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Tribuna
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Buen gobierno y autorregulación

Apenas dos años después de finalizados los trabajos de la Comisión Aldama, y todavía relativamente recientes las reformas legislativas que se inspiraron en sus conclusiones y recomendaciones, vuelve a constituirse una comisión para afrontar las cuestiones planteadas por el buen gobierno corporativo. Aunque, teóricamente, dicha comisión surge para refundir los principios y recomendaciones de los Informes Olivencia y Aldama, no es difícil llegar a la conclusión de que hay otras razones y de que existen otros objetivos detrás de la iniciativa.

En efecto, a nadie se le oculta que si hubiésemos llegado a un razonable punto de acomodo en lo que se refiere al buen gobierno corporativo, y que si la autorregulación empresarial proclamada tanto por el Código Olivencia como por el Informe Aldama hubiese dado sus frutos, requiriéndose sólo una labor técnica de refundición de ambos, no hubiese sido necesaria la creación de un nuevo grupo de trabajo de alto nivel, auspiciado solemnemente por la CNMV.

La creación de dicho grupo, por el contrario, está poniendo de manifiesto que los avances del buen gobierno corporativo no han sido los esperados y que la confianza depositada en la autorregulación empresarial ha quedado, al menos en parte defraudada.

La apuesta por la autorregulación, basada en la mayor flexibilidad que permite, 'bajo el principio constitucional de la libertad de empresa, y con la sanción del mercado al régimen de autogobierno elegido por cada sociedad en condiciones de transparencia' (en palabras del Informe de la Comisión Aldama), ha estado teóricamente bien fundada y ha permitido eludir los excesos reguladores que en otras experiencias, al calor de los escándalos de los últimos años, se han producido. El compromiso ético de las sociedades y de sus gestores, la transparencia que debe derivar del mismo y el flujo de informaciones en que se concreta, sobre la base de una autocontenida intervención legislativa más de fomento de la autorregulación que de imposición de normas concretas de comportamiento (en la línea de la Ley de Transparencia), debían bastar, contando con la vigilancia de los organismos supervisores, para dar seguridad a los mercados y para salvaguardar los derechos e intereses de los distintos participantes en los mismos.

Sin embargo, siendo éste un buen planteamiento teórico, la experiencia de estos años ha bastado para poner de manifiesto sus debilidades. Los escasos avances verificados en materia de buen gobierno tras la aprobación del Código Olivencia, se reproducen en los últimos años a pesar del impulso que al proceso autorregulador pretendieron imprimir el Informe Aldama y la Ley de Transparencia.

¿Qué ha sucedido? Ante todo, en mi opinión, la autorregulación se ha convertido, como ha sucedido en otros terrenos (singularmente, el de la regulación del derecho de huelga), en algo que se predica más que se ejerce. No cabe reclamar la abstención legislativa prometiendo ejercer la autorregulación; el camino es el inverso: hay que proceder a una autorregulación suficiente y capaz de asegurar el equilibrio en la protección de los derechos e intereses afectados, y, sobre la base de ella, reclamar al legislador contención y el respeto de una esfera de regulación autónoma. Los deberes de información y de transparencia, la regulación de los conflictos de intereses, la figura de los consejeros independientes, la igualdad de trato y la protección de los accionistas minoritarios (a pesar de la reforma de la normativa de opas) son, entre otros, aspectos en los que no se ha avanzado lo suficiente. Y la labor de los organismos supervisores no ha sido, tampoco, la que los mercados requerirían.

Es, por tanto, la hora de la regulación. Hay que intentar por medio del impulso legislativo los avances en materia de buen gobierno que, hasta ahora, no ha sido capaz de asegurar la autorregulación. æpermil;sta no puede convertirse en uno más de nuestros fetiches, a los que se rinde culto en el altar de lo políticamente correcto con independencia de los resultados que ofrezcan en la práctica. Ya tenemos enseñanzas suficientes al respecto, como las que derivan del desastroso rumbo de la Universidad al amparo de una autonomía universitaria entendida en términos tan amplios que rozan en muchos casos las lindes de la irresponsabilidad. Enderezar el rumbo de nuestra desorientada Universidad exigiría probablemente más regulación y menos autonomía, a pesar de que ésta fue el icono progresista al que se confió la sanación de los males universitarios. No debemos ser prisioneros de las grandes formulaciones ni de los principios a los que se atribuye validez imperecedera al margen, y con independencia de los resultados que su aplicación práctica depare.

Una nueva llamada a la contención del legislador y una nueva apelación a las virtudes de la autonomía, nos volverán a situar, dentro de unos años, en el mismo punto de partida. Es necesaria una intervención legislativa, prudente y razonable, claro, pero que fije normas precisas de obligado cumplimiento. Y que, al mismo tiempo, refuerce la independencia y la objetividad de los supervisores y reguladores.

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