¿Gran coalición en Alemania?
Las elecciones alemanas del pasado domingo no han tenido ganador y han abierto un período de incertidumbre política en el país líder de Europa. La incertidumbre nunca es positiva, por lo que resultan comprensibles las reacciones negativas que han experimentado los mercados financieros.
Menos comprensible resulta, en mi opinión, el catastrofismo con el que medios serios de opinión han recibido los resultados electorales y el desprecio que recibe la opción de un Gobierno de coalición entre los dos grandes partidos. The Economist llega a calificar a Alemania como un país a la deriva.
Creo que un Gobierno de coalición puede ser una opción positiva en la encrucijada en la que se encuentra Alemania. Mejor, probablemente, si no es dirigida por ninguna de las cabezas de cartel de las pasadas elecciones. El escaso éxito de la coalición que se produjo en el período 1966-1969 no es una razón suficiente. Las circunstancias son ahora distintas.
No es que Alemania se encuentre en una situación excepcionalmente grave. Es evidente que, en una perspectiva a medio plazo, se encuentra en mejores condiciones que los otros tres grandes países continentales (Francia, Italia y España). Pero Alemania, como buena parte de Europa, necesita reformas, algunas de la cuales van a encontrar cierta resistencia ciudadana. Por lo que los líderes políticos tienen que ejercer una función didáctica que contribuya a la aceptación de esas reformas y a la superación de los temores que todo cambio genera. Y esa labor didáctica se puede hacer mejor desde un Gobierno de coalición de los dos grandes partidos. El hecho es que el propio SPD entendió la necesidad de esas reformas y presentó la Agenda 2010, que ha empezado a introducir algunos cambios relevantes en el marco regulador de su economía. Y las reformas, en la misma dirección pero con mayor radicalidad, constituían el núcleo del programa de la CDU.
La opción Thatcher, que es la que parecía defender The Economist, no es necesariamente la mejor opción para la situación alemana actual. En buena parte porque la situación británica de los años setenta era bien distinta a la de Alemania hoy. Allí entonces había un sentimiento relativamente generalizado de que la situación no podía continuar, pero buena parte de la clase política (y sindical) se mostraba incapaz de formular una acción de reforma. Lo que propició la acción política de confrontación que lideró con éxito la señora Thatcher. Y este no es el caso de la Alemania actual.
El análisis comparado de la situación alemana apunta a algunos aspectos en los que las reformas son más acuciantes. Tanto los análisis comparados basados en la descripción de las regulaciones como los que se basan en las opiniones empresariales dicen que la economía alemana sufre serias limitaciones por el funcionamiento del mercado de trabajo y por el sistema fiscal. También algunos excesos burocráticos. En el análisis de la regulación laboral se observa que entre los países de la OCDE sólo España, Portugal, Francia y Grecia tienen menos flexibilidad laboral que Alemania (y estos cinco países tienen significativamente menos que el resto) y que sólo en Grecia, Portugal y Corea los costes de despido son mayores que en Alemania. En las opiniones empresariales de la Executive Opinion Survey del World Forum Alemania es calificado como uno de los países en el que la contratación y despido de empleados está más limitado por regulaciones (el 102 de 104 países) y uno de los países en el que la determinación salarial más se hace fuera del ámbito de la empresa (el 103 de 104). Por otro lado, es el país en el que, según los empresarios, el sistema fiscal es más complejo y uno de los países en el que la carga fiscal sobre las empresas es mayor. Sorprende, también, que a la hora de crear una empresa sólo en España y Portugal toma más tiempo que en Alemania, aunque el coste del proceso sea menor que en la media de la OCDE.
Por otra parte, Alemania necesita reformar su sistema de protección. Algo ha empezado a hacer la Agenda 2010, pero necesita ir más allá. No se trata, obviamente, de ir hacia el sistema americano. Se trata de reducir los incentivos perversos que genera un sistema sin contrapartida. Proteger a los desafortunados no puede conducir a que la situación de los que no generan renta sea similar a los que la generan (y con sus impuestos financian a los que no las producen). Sin entrar en consideraciones éticas (que serían lícitas), un sistema así impediría un buen funcionamiento del mercado de trabajo y supondría un lastre creciente para la productividad.