Alemania, entre Galicia y Cataluña
Si se presta atención a las declaraciones de todos los partidos políticos alemanes, parecería una ilustración de la ocurrencia con que Pío Cabanillas Gallas, el ministro gallego del franquismo y la transición, recibió los resultados de uno de los iniciales comicios de la renacida democracia española: 'Hemos ganado, pero no sabemos quiénes'. Lo que sería un irónico autorretrato de la deliciosa indecisión gallega, lo es también fiel de la situación de la política alemana tras las elecciones del domingo. Todos habrían ganado, incluso los democristianos que han recibido uno de los peores resultados desde el renacimiento de la democracia alemana. Pueden presumir de haber sido el partido más votado.
Paradójicamente, el gran ganador es el canciller en funciones Gerhard Shröder, quien ha reducido una desventaja de 20 puntos de hace un par de meses a prácticamente un empate. Ganadores netos en el centro derecha son los liberales del FDP, socios naturales de los conservadores, que han llegado al 10%, con el que se han sacado la espina de 2002 de haber contribuido a la debacle de Stoiber. Ahora, con la posible incorporación de votos que estarían destinados a los democristianos, se han reivindicado y no sólo son necesariamente cortejados por Angela Merkel, sino por los socialdemócratas.
Por otra parte, los Verdes de Joschka Fischer han aguantado bien el desgaste de su apoyo a los socialdemócratas en el aparente declive durante estos tres años. Pero en la izquierda los que se han llevado un buen trofeo son los que forman la inédita coalición de comunistas reciclados y socialdemócratas fugados. Apoyados por el resquemor de los votantes de la antigua Alemania del Este, que no parece levantar la cabeza, los marxistas se han visto reforzados por los disidentes liderados por Oskar Lafontaine que dejó en la estacada al SPD, al que arañó los votos que le faltaron para conservar el poder. Es el precio que Shröder pagó por inclinarse por una moderadas reformas liberales.
Entonces, ¿quién ha perdido? Aparentemente, se sienten derrotados los numerosos observadores que ahora se preocupan por las oscilaciones de la Bolsa y los que se expresaron decididamente por la necesidad de cambiar drásticamente la política económica. No repararon en que el empate reflejado en los resultados simplemente constata que más de un 50% de electorado alemán (fiel espejo del resto de Europa) no lo acepta. También pierden los que anhelaban una más cerrada identificación de un nuevo Gobierno en Berlín más afín a los intereses de la Administración de EE UU. Unos y otros se sienten ahora defraudados por la ausencia de un cambio en la gobernación alemana, bajo la que debía ser una flamante canciller, ahora debilitada.
También se lamentan los sectores feministas que podían ver cumplido el sueño del surgimiento de la heredera de Margaret Thatcher y ya habían impreso las nuevas tarjetas de visita con el etiquetado de Dama de Hierro en un contexto alemán. Aunque su pupila llegue a ser la primera mujer canciller de Alemania (si se cuecen las coaliciones o forma Gobierno en minoría), es perdedor Helmut Kohl, que en su jubilación no verá un triunfo espectacular de su protegida. También ha perdido Edmund Stoiber, escaldado en 2002, quien ya debe estar arrepentido de no haber movido la imponente maquinaria democristiana de Baviera para un candidato más decisivo que Merkel.
Y ahora, ¿qué? Con sorna semejante a la gallega, desde Cataluña se observa el fenómeno alemán, ofreciendo un panorama que bien puede considerase laboratorio para aplicar una de las soluciones del galimatías germano. Recuérdese que en las elecciones autonómicas de 2003 la fuerza que consiguió más escaños (aunque no más voto popular) fue la coalición de CiU, la federación plasmada por el partido, de tendencia liberal, dirigido por el veterano presidente Jordi Pujol, y el resistente partido de origen democristiano Unió, superviviente de la fusión de esta tendencia en los conservadores del partido de Aznar.
Con Pujol retirado, su delfín Artur Mas fue desplazado del cargo que tenía destinado en la Generalitat por una maniobra liberada por el ex alcalde olímpico de Barcelona, Pasqual Maragall. Con la ayuda de dos socios insólitos, el independentista ERC y los herederos de los comunistas reconvertidos, y modernizados de toques ecologistas, el líder de los socialdemócratas catalanes capturó la Generalitat para el llamado Tripartito, desde entonces bajo el acoso de la derecha del PP y los herederos de Pujol.
Como José Luis Rodríguez Zapatero también necesita el apoyo los socios de Maragall para garantizar la gobernación de España, el Tripartito sigue su mandato. Salvando las distancias (ERC y los liberales alemanes contrastan en ideologías, pero comparten el respaldo de las clases medias), Shröder podría contratar a Maragall de consultor.