La tarea de saber gestionar el éxito
Los seres humanos aspiramos en el desarrollo de nuestra vida a alcanzar algunas metas, siendo su persecución lo que da sentido a la trayectoria personal y su logro lo que mide el grado de realización conseguido. Poco importa que las metas que se intentan alcanzar sean de naturaleza diferente, a veces resultan opuestas, lo importante es que existan y que esas y no otras son las que cada uno decida que den sentido, orientación a su vida. Cuando nos referimos a las empresas las opciones no se presentan tan abiertas y casi todo el mundo podría definir cuatro o cinco parámetros capaces de medir desde una perspectiva universal a aquellas que han alcanzado éxitos reconocibles. Fueran cuales fueren esos parámetros, tienen que medir algo distinto a un estado, a una situación, a una foto fija, es preciso que reconozcan una trayectoria. Las empresas buscan siempre superar una situación de partida, persiguiendo metas más ambiciosas que les permitan posicionarse mejor en los mercados, creciendo, ganando cuota, satisfaciendo mejor a sus clientes, siendo más rentables, mejorando su aportación a la sociedad, etc. Esta concepción del éxito hace que una cifra no sea relevante, ya que el mismo guarismo para una empresa puede significar un gran progreso mientras que para otra resultaría irrelevante.
Si alcanzar el éxito resulta siempre complicado, no es tarea menor el gestionarlo ya que existen fórmulas bien diferentes, que en general dependen del talante de sus directivos y más en particular del primer directivo de cada empresa, ya que convencionalmente se admite que él es el responsable de la comunicación y la imagen de la entidad que dirige. A este respecto es enormemente revelador observar cuidadosamente el comportamiento de un grupo de directivos del máximo nivel con ocasión, por ejemplo, de uno de esos viajes que organizan los grandes proveedores, aunque también son visibles en la convivencia diaria. Es fácil encontrarse con alguien que desde el primer momento alardea de los éxitos alcanzados sin que, pegados de sí mismos, hayan concedido un instante a analizar su entorno más próximo, es decir, a conocer quienes son sus circunstanciales compañeros y la realidad y logros de las empresas que dirigen. Hay ciertamente directivos que no digieren el éxito o que, como dice la sabiduría popular, el éxito se les ha subido a la cabeza, por lo que, embriagados, son incapaces de medirlo y, además, acaban apropiándoselo.
Son personas de éxito, no cabe duda, porque han tenido la capacidad de llevar a su empresa a lugares de progreso, pero ese éxito lo gestionan lamentablemente, utilizando una altivez en el trato con todos los que no forman parte de los suyos que raya en el desprecio por su incapacidad para entender el mensaje que ellos transmiten, que es, sin duda alguna, el que deberían aplicar en sus empresas. No se conforman con estar satisfechos con lo que han logrado, necesitan desautorizar cualquier otra visión, cualquier otro enfoque, cualquier desviación respecto al modelo, que es el que ellos han implantado, sobre el que no cabe divergencia alguna y del que, por cierto, poseen el copyright. Este comportamiento se inscribe dentro de la definición de la soberbia, en cuanto satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias obras con menosprecio de los demás.
Resulta complicado entender la compatibilidad entre vanidad e inteligencia, pero por mucho que el sentido común se empeñe en razonar que una persona inteligente no puede ser vana, la realidad se encarga de demostrar que en algunos directivos conviven sin aparente conflicto. Cuando se impone la vanidad se obnubile transitoriamente la inteligencia, impidiendo algo tan natural como la medición del éxito en función de lo que queda por conseguir, o de lo deseable, en esos proyectos siempre inacabados que son las empresas.
Otra forma sencilla de atemperar el orgullo o la soberbia es contemplar la multitud de empresas que en el mundo están consiguiendo logros infinitamente superiores a los nuestros, de lo cual suelen también encontrarse ejemplos sin alejarse demasiado del espacio territorial próximo a aquel en que se producen los comportamientos señalados. Determinadas actitudes me hacen pensar en aquél joven que conocí campeón local y comarcal de los cuatrocientos metros vallas. Su entusiasmo y su satisfacción por los logros alcanzados y los parabienes recibidos jamás le impidieron la claridad de mente necesaria para saber que nunca sería seleccionado para participar en unas olimpiadas, ni siquiera para, algo mucho más modesto, acudir a un simple campeonato regional.
Mejor que la convivencia entre inteligencia y vanidad sería deseable que la primera cohabitase con la humildad, y que, en consecuencia a los directivos no se les atragantaran los éxitos que, por otra parte, para eso les contratan, sabiendo gestionarlos desde la percepción de la transitoriedad y de la relatividad de los mismos. El que se siente capaz procura ayudar y no desautorizar, intentando además descubrir en los otros algún gramo de aprendizaje que le ayude a seguir progresando.
El buen directivo quiere a las personas que constituyen su equipo porque sin ellas el éxito sería imposible y respeta profundamente a los que están comprometidos con otros proyectos, por mucho que difieran del suyo. La altanería no es buena consejera y tampoco resulta muy aconsejable la autoalabanza permanente. Mucho mejor es dejar que sean los otros, de dentro y de fuera, los que juzguen la validez de lo conseguido, siendo conscientes de que los éxitos, por importantes que parezcan, son siempre relativos y, en la mayoría de los casos, transitorios.