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Columna
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Odio decir esto...

Odio decir a estas alturas que nunca comprendí la necesidad, ni siquiera la supuesta conveniencia, de disponer de una Constitución europea que sólo de manera figurada puede llamarse así, en medio de una situación económica frustrante y con una sensación de vértigo que producía miedo y estupor a muchos europeos, como la de los últimos años. Sobre las ventajas de la Constitución europea sobre las democráticas de las que ya disponemos en los diferentes países miembros no hay que hablar mucho, pues nunca el proyecto constituyente se planteó en ese terreno. Al reconocimiento de algunos principios y derechos, que sin duda podrían perfeccionar el marco jurídico constitucional de la UE, se añadió la recopilación de los tratados constitutivos y sus enmiendas para crear la llamada Constitución, que no dejaba de ser una institución jurídica sui géneris.

Respecto de la frustrante situación económica, tampoco es preciso elaborar mucho para comprender el efecto que ha podido tener a la hora de restar respaldo al proyecto constitucional en las consultas populares. En España, que vive una situación relativamente excepcional en comparación con otros países del continente, este efecto ha sido menor. Sin embargo, en otros países con bajas tasas de crecimiento a lo largo de los últimos cuatro años, mantenimiento de altos niveles de desempleo, aparición de nuevos fenómenos de inmigración y permanente debate entre llevar a cabo o no las reformas estructurales precisas para mantener el alto nivel de vida alcanzado sin poner en peligro su futuro, el clima económico de frustración ha sido una de las variables fundamentales a la hora de explicar la desconfianza, no hacia el texto constitucional, sino a lo que representaba su aprobación al ratificar la marcha hacia la unidad política sin atender a los problemas de los ciudadanos, y en particular de los ciudadanos de los antiguos países miembros.

Porque esta consideración es clave si queremos entender el sentimiento de vértigo al que me refería antes. Los europeos han visto cómo, sin superar fácilmente la digestión de los tres últimos miembros (Austria, Suecia y Finlandia), cuando todavía están aprendiendo a vivir con una única moneda y con una sola política monetaria en momentos críticos y de contradicciones como los que suelen acompañar a los periodos de bajo crecimiento económico, se ha producido la ampliación de la UE nada menos que a 10 países miembros de una sola vez, mientras Bulgaria y Rumanía de modo casi inminente, Croacia y Turquía algo más tarde, y el resto de los Balcanes luego, están a la espera en el pipeline de la adhesión.

La integración de la UE se estaba llevando con precipitación, sin considerar muchos temores de los ciudadanos

El alcance de esta decisión de ampliar audazmente el perímetro de la Unión preteriendo su proceso de profundización en condiciones económicas tan poco halagüeñas ha producido esa sensación de vértigo. Y no sin fundamento. Se trata de ampliar la UE en más de 100 millones de habitantes que tienen un PIB per cápita que es el 40% del prevaleciente en la Unión a 15, que tienen sistemas jurídicos diferentes que habrán de adaptarse rápida y simultáneamente, que no han tenido una continuidad histórica como Estados-nación, habiendo alcanzado algunos este estatus sólo recientemente o habiéndolo recuperado hace pocos años; con una proximidad de la visión del mundo que predominaba en la UE desde su fundación (liberalismo social de mercado) y que compartían los nuevos adherentes al Tratado de Roma, que en el caso de alguno de ellos puede ser remota.

Si a todo ello añadimos la presencia de nuevos fenómenos migratorios desde la Europa Central y Oriental -algunos de estos países, otros de los externos al perímetro actual- en los países ricos de los Quince en un momento en que las actitudes ante las reformas estructurales de los mercados de trabajo se han hecho más hostiles y radicalizadas, no es difícil entender este sentimiento de angustia de muchos ciudadanos europeos que han conectado su voto a la Constitución con el deseo de los políticos -no muy prestigiados por lo demás- de llevar adelante un proceso político de integración europea sin considerar sus preocupaciones o sus prejuicios. La construcción teórica que se ha hecho posteriormente para explicar el voto negativo ha sido, en general, artificiosa -particularmente lo que ha hecho una parte de la izquierda en Francia-, como ocurre siempre que hay que racionalizar una decisión que hunde sus raíces entre el miedo y el oportunismo.

Odio, repito, decir todo esto porque nada me irrita más que quien, a la vista de un fracaso, dice 'ya lo sabía yo', particularmente si jamás lo había dicho. Sólo por una razón expongo, a toro pasado, estos puntos de vista, y es para alzar una voz contra el sentimiento de fracaso colectivo que los acontecimientos recientes en Europa -suspensión de facto del proceso de ratificación de la Constitución y falta de acuerdo para la aprobación de las perspectivas financieras de la UE- han desatado en editoriales y columnas de opinión o en declaraciones de políticos.

Porque si el proceso de integración se estaba llevando con precipitación, sin tomar en consideración muchas preocupaciones y temores ciudadanos, sin haber llegado a un conclusión razonable sobre cómo asignar los recursos presupuestarios ahora que vamos a ser 25 miembros y muchos de ellos pobres, sin haber alcanzado la grandeza de ánimo que requiere el respaldo financiero de esta gigantesca aventura de la ampliación; sin haber, en fin, reflexionado sobre las causas de los problemas del insuficiente crecimiento de Europa, aceptamos que quizá lo menos malo es que nos detengamos un tiempo y dediquemos algo del mismo a reflexionar antes de reemprender el proceso de dotarnos de un marco jurídico más o menos constituyente.

Al hacerlo no nos situamos en el vacío jurídico ni en ninguna crisis institucional. Tampoco corremos el riesgo de dejar sin respaldo presupuestario las políticas de la UE a 25. Tan sólo ganamos el espacio necesario para reflexionar sobre la situación actual de la UE, sus objetivos, la capacidad que tenemos de constituir un bloque económico competitivo a nivel global y el deseo que tenemos de impulsar la integración política. Si aprovechamos este espacio, quizá los momentos un tanto desesperanzados que vivimos hoy algún día los consideraremos una buena oportunidad histórica. Dejemos a un lado el miedo (los mercados de valores, por cierto, parecen hacer caso omiso a las visiones catastrofistas de la situación europea) y dispongámonos a discutir con frialdad y buen sentido qué es lo que necesitamos para sentar las bases de una sana y ampliamente respaldada integración política de Europa si un día existe la voluntad mayoritaria de llevarla a cabo.

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