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Tribuna
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Reforma laboral y Estatuto de los Trabajadores

La reforma del mercado laboral lleva implícita la del Estatuto de los Trabajadores. æpermil;ste no da más de sí, según el autor, quien sostiene que el nuevo modelo debe buscar el equilibrio entre las exigencias de flexibilidad en las empresas, por el nuevo entorno competitivo, y las que plantean la seguridad de los trabajadores y la calidad del empleo

La discusión, recurrente, de la reforma laboral coincide, en esta ocasión, con el veinticinco aniversario del Estatuto de los Trabajadores, de tal forma que la valoración de esta norma, de su importancia pasada y de su utilidad para el futuro, se mezcla inevitablemente con los planteamientos de reforma del mercado de trabajo (como se puso de manifiesto en el debate publicado en estas mismas páginas el pasado 30 de mayo).

Estamos, por tanto, ante la oportunidad más clara de los últimos tiempos de plantear una reforma global del marco regulador de las relaciones de trabajo. Incluso un documento tan de consenso entre diversas sensibilidades como el Informe de la Comisión de Expertos nombrada en el seno del diálogo social, sostiene la necesidad de 'un enfoque global', ya que los problemas del mercado de trabajo (empleo y temporalidad) no podrán ser resueltos mediante reformas parciales.

El Estatuto, en efecto, ya no da más de sí. En el momento de su aprobación era ya una norma que miraba al pasado, que trataba de salvaguardar en la medida de lo posible, en un contexto democrático, un sistema de relaciones laborales corporativo, intervenido y paternalista. Ese modelo ha sobrevivido en parte por las múltiples correcciones y modificaciones que se han ido introduciendo en el mismo, y en parte porque en la práctica se han buscado vías de escape a través de la contratación temporal, de la economía sumergida y de la externalización creciente de actividades empresariales.

Ha habido, pues, un claro proceso de erosión, de destrucción paulatina de un Derecho del Trabajo conservado, como pretendido modelo de validez permanente, cada vez más de espaldas a la realidad económica y social. El Derecho del Trabajo formalmente vigente se ha ido destruyendo poco a poco y sin orden ni concierto.

Es el momento de racionalizar y controlar el proceso, y de destruir sistemáticamente un marco regulador de las relaciones laborales que ya no nos sirve, no para caer en la anomia ni para crear un desierto social, sino para sustituirlo por otro que tenga en cuenta las necesidades actuales de funcionamiento de la empresa y las exigencias de la productividad del trabajo y de la competitividad de la economía, y que en ese marco establezca la tutela de los derechos y de la situación profesional de los trabajadores.

El Estatuto de los Trabajadores es heredero del régimen corporativo, y todos los regímenes corporativos han perpetrado venganzas póstumas, han dejado sembradas minas sociales, muchas de ellas camufladas, por lo que es necesario un proceso de depuración de nuestra legislación laboral que exige la completa sustitución de la normativa actual.

Ello debe concretarse en un nuevo modelo de regulación que busque un equilibrio adecuado entre las exigencias de flexibilidad que el nuevo entorno competitivo impone a las empresas (y, por supuesto, las de la productividad), y las que plantea la seguridad de los trabajadores y la calidad del empleo.

Nuevo modelo en el que, por una parte, las empresas han de contar con un abanico suficientemente amplio de modalidades de contratación y en el que las empresas de trabajo temporal, como agentes de empleo, han de jugar un papel fundamental.

Las restricciones y limitaciones impuestas a las empresas de trabajo temporal, en términos de sobrecostes y de exclusión de su actividad en determinados sectores productivos, deben desaparecer, y debe permitirse un recurso a las mismas en supuestos más amplios que los previstos para la contratación temporal directa por parte de las empresas, incluyendo la posibilidad de contratos de puesta a disposición de duración indefinida.

Por otra parte, en lo referente al uso de la fuerza de trabajo, es preciso dar mucho más peso a la negociación colectiva que a la legislación, y hay que sentar el principio de que todo lo no expresamente prohibido en la empresa debe estar permitido, invirtiendo la situación actual en la que, prácticamente, todo lo no expresamente permitido está prohibido (o hay que pagar por ello).

Y, por último, hay que establecer una nueva regulación de los despidos económicos, colectivos o no, en la que la decisión empresarial no sea sometida a control externo sobre el fondo del asunto, ni administrativo ni judicial. El acento debe ponerse, en estos casos, en la salvaguardia del empleo y de la empleabilidad de los trabajadores, facilitando la recolocación de los mismos y el tránsito lo más ágil posible de un empleo a otro (con las exigencias de todo tipo, y en particular formativas, que ello conlleva).

Todo ello exige que una pieza fundamental de la reforma sea la modificación del actual sistema de negociación colectiva y la sustitución de su marco regulador. La configuración de los convenios y de la negociación colectiva, probablemente justificada por las exigencias de la transición política, es una de esas minas sociales que el franquismo dejó sembradas en nuestro sistema de relaciones laborales. Por eso ninguna reforma será eficaz sin un cambio radical de la negociación colectiva. Pero ese merece otro comentario.

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