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Tribuna
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¿Vuelven las huelgas?

Volvemos a ocupar uno de los puestos más destacados en el hit parade de la conflictividad laboral. De nuevo estamos en cabeza en cuanto a número de huelgas y a horas de trabajo perdidas como consecuencia de las mismas. Aunque todavía quedan lejos los indicadores que llegaron a alcanzarse hace un par de décadas, el rebrote, en el actual contexto económico internacional y en el marco de unas relaciones laborales cada vez más basadas en el diálogo y en la concertación, no deja de ser preocupante.

Si a los problemas de pérdida de competitividad y de baja productividad de nuestra economía se suma un renacer de huelgas y conflictos, podemos encontrarnos con dificultades graves en un plazo relativamente corto. El clima de concertación social en la cumbre, las actitudes de los vértices patronales y sindicales en favor del diálogo social, conviven con un aumento de las tensiones en los niveles de negociación inferiores y con un recurso a la huelga bastante más intenso que en el reciente pasado.

No siempre, además, se trata de huelgas defensivas, asociadas a problemas relacionados con el empleo o con crisis empresariales. Las que aumentan son las huelgas reivindicativas, asociadas a procesos de negociación colectiva o de implantación de nuevas pautas de organización del trabajo.

No estamos ante una situación preocupante ni que pueda suponer la quiebra de la apuesta global por el diálogo social. Pero sí se trata de una señal de alarma que no debe pasar desapercibida.

Y ante esa señal de alarma, resurge el tema guadianesco de la regulación de la huelga. Transcurridos casi 30 años desde la vigencia de la Constitución, su artículo 28, que indica, tras reconocer el derecho de huelga, que la ley que regule su ejercicio establecerá las garantías necesarias para el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad, sigue sin desarrollarse. Salvo el intento frustrado de 1993, ningún Gobierno se ha planteado con decisión afrontar dicha regulación.

La única norma aplicable sigue siendo el Decreto-Ley de 1977, que es una típica norma de la transición política y que, sustancialmente alterada por el Tribunal Constitucional en una de sus primeras decisiones, presenta graves lagunas de regulación y deja sin resolver problemas muy relevantes. En este contexto, me llamó la atención la información periodística de hace unos días, conforme a la cual 47 huelguistas lograron paralizar la circulación de más de 500 trenes diarios en el puente del primero de mayo.

¿Cómo es posible? Muy sencillo: el sistema actualmente vigente para la protección de los servicios esenciales de la comunidad en caso de huelga, consiste en la fijación, por la autoridad competente, de unos 'servicios mínimos'. Teóricamente, mediante ellos, se trata de hacer compatible el ejercicio del derecho de huelga con el de los ciudadanos a ejercer a su vez los derechos constitucionales que tienen reconocidos y que resultan afectados por la huelga. Para ello, se determina cuáles son las actividades que en todo caso, aun en el supuesto hipotético de que la huelga fuese seguida por la totalidad de los trabajadores convocados a la misma, deben mantenerse. Si todos los trabajadores convocados a la huelga se suman a la misma, las actividades correspondientes a los servicios mínimos fijados deben en todo caso prestarse, en atención a los otros derechos constitucionales en juego.

Sin embargo, se ha instalado, en la práctica, una consideración de los servicios mínimos como servicios máximos: serían los únicos que podrían prestarse durante la huelga, de tal forma que no podría haber otra actividad laboral que la requerida por la prestación de los mismos. No se trata de que, convocada una huelga, su impacto dependa del seguimiento que encuentre entre los trabajadores, de tal forma que se llevarán a cabo las actividades de la empresa en función del número de trabajadores dispuestos a trabajar, con la garantía de que, en todo caso, se prestarán los servicios mínimos, sino exclusivamente las requeridas por dichos servicios, aunque haya más trabajadores que quieran trabajar. El sindicato convocante de la huelga mencionada, indicó, en ese sentido, que se había evitado que la dirección 'pudiera poner en marcha trenes no sujetos a servicios mínimos'.

Esto es lo que explica el absurdo que parece desprenderse de la información comentada, en la que un mínimo seguimiento de la huelga tiene una incidencia desproporcionada en la actividad de la empresa. El derecho de huelga tiende a concebirse, así, como un derecho de ejercicio obligatorio. Basta la convocatoria de una huelga para que no puedan desarrollarse actividades laborales no amparadas por la fijación de servicios mínimos, con independencia de la voluntad de los trabajadores de sumarse o no a la convocatoria.

Esta situación, que está en el origen, además, del recurso a métodos violentos para imponer el seguimiento de la huelga convocada, es, probablemente, la que hace más urgente el desarrollo del artículo 28 de la Constitución y la regulación del ejercicio del derecho de huelga de manera equilibrada y respetuosa de los restantes derechos constitucionales y, entre ellos, el derecho al trabajo.

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