El año Schiller
Weimar, la ciudad de adopción de Friedrich Schiller, inicia la semana próxima la cascada de eventos que van a conmemorar, por todo lo alto, el bicentenario de la muerte del poeta
El próximo lunes, los presidentes de la República Federal y del Land de Turingia inaugurarán oficialmente, en el Teatro Nacional Alemán, el año Schiller. Se cumplen ahora doscientos años del fallecimiento del más grande poeta alemán, que junto con Goethe marca la cima del clasicismo. Los actos se van a prodigar por todo el país, desde su villa natal, Marbach, hasta las ciudades de Turingia donde transcurrió su vida 'libre': Jena (en cuya universidad fue profesor, entre 1789 y 1799), Rudolfstadt (donde conoció a su mujer y algunos amigos), Dresde (a cuyas afueras, en una casita de campo rodeada de viñedos, escribió el Don Carlos y la Oda a la alegría) y sobre todo Weimar, donde vivió en dos ocasiones, entre 1787-1790 y desde 1799 hasta su muerte.
Antes de este periplo por Turingia, Schiller tuvo que permanecer en la corte del Duque de Stuttgart, su señor. Los intelectuales a sueldo de los nobles eran como una pertenencia, no podían ni moverse. En una ocasión, Schiller escapó a la vecina Mannheim, para aspirar el éxito que estaba teniendo allí su drama Los bandidos, pero el Duque le mandó prender; más aún, le prohibió que siguiera escribiendo. Así que Schiller se escapó de manera definitiva a Turingia. Allí se ganó la vida con su labor académica, y pudo escribir sin trabas el grueso de su obra.
æpermil;sta puede resultar más familiar de lo que pensamos, porque los textos de Schiller fueron elegidos por otros creadores en obras musicales muy conocidas. Beethoven incluyó en su Novena sinfonía la Oda a la alegría (pieza que la Unión Europea ha adoptado como himno oficioso), Verdi aprovechó el Don Carlos como libreto de su ópera homónima, Rossini hizo lo propio con Guillermo Tell, y Puccini, con Turandot. Para los alemanes, las poesías de Schiller son baladas que se aprenden en la guardería infantil, y sus piezas teatrales se siguen reponiendo con éxito. Schiller, que era amigo y vecino de Goethe, representa, frente a éste, un cierto tránsito del clasicismo puro al romanticismo.
Los dos prohombres vivían muy cerca, en Weimar, y se reunían en la casa de Goethe (ahora museo) junto con otros tertulianos como Hegel o Humboldt, mientras un mocoso de doce años, apellidado Mendelssohn, les aporreaba el piano de fondo.
La casa de Schiller, que también es museo, y está precisamente en la Schillerstrasse, resulta mucho más 'humana' que la de su colega, con menos dioses de escayola y menos lujo, con cacharros más cotidianos, e incluso algunos juguetes para los críos. La calle parece seguir tal cual la viera Schiller; lo único que quizá sea nuevo son los bancos, las papeleras y las bicicletas.
Toda Weimar, en realidad, parece anclada en un sombroso clasicismo. Al recorrer la milla de oro (el centro, la raspa sublime), todo son palacios, columnatas, platabandas, frisos, frontones, y si hay algún amorcillo u hojarasca ornamental, siempre muy metido en vereda. Weimar es la cara viva del clasicismo alemán. Desde los pabellones atenienses de la Goetheplatz, hasta el Teatro Nacional, uno de los símbolos más potentes de Alemania, ante el cual se abrazan Schiller y Goethe: pero también en la Marktplatz (plaza mayor), en el castillo ducal, en la biblioteca de la duquesa Anna Amalia (que sufrió hace poco un incendio) y por supuesto, en los edificios de la Bauhaus, que nació aquí. El sentido de la medida y la armonía traban cada parte para hacer del conjunto una urbe ideal en la que no falta ni lo verde.
Vamos, que parece una ciudad para ser regida, no por un burgomaestre, sino por un catedrático de griego.