_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El valor (también económico) de la lengua común

Con frecuencia, al hilo de los debates políticos en marcha y de la búsqueda de nuevas fórmulas de convivencia territorial, se afirma que la riqueza cultural de España se acrecienta con la pluralidad lingüística existente en su seno. Asistimos a la afirmación continua del valor de la diversidad y a la consideración de que su cuidado y aliento enriquece el patrimonio cultural y por supuesto lingüístico común.

Admitido ese valor, y por descontado, partiendo del especial respeto y protección del que debe ser objeto la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España (como prevé el artículo 3.3 de la Constitución), no existe, sin embargo, una consideración adecuada de la importancia que tiene el contar con una lengua común.

La riqueza cultural de España, en este sentido, proviene, sin duda, de su diversidad lingüística, pero también de la existencia, por encima pudiéramos decir de esa diversidad (superponiéndose a la misma, sin que el término implique atribución de superioridad), de una lengua común. La riqueza cultural que implica la pluralidad lingüística, se acrecienta, esto es, por la existencia, en el marco de la diversidad, de una lengua común, de un vehículo de comunicación común, históricamente asentado, compartido por todos los españoles.

El valor económico y social, en particular, de la existencia de una lengua común en el ámbito de una unidad de mercado, debe ser resaltado. Y el ejemplo europeo es suficientemente significativo. Hemos construido un mercado de trabajo europeo, uno de cuyos déficit, continuamente denunciado, es la escasa movilidad geográfica de trabajadores y profesionales. La diferencia al respecto con EE UU es abrumadora, y una de las razones que la explican es, precisamente, la de las barreras idiomáticas existentes entre los distintos países europeos.

Las instituciones comunitarias, por ello, se han preocupado no sólo de promover el aprendizaje de otras lenguas, sino de procurar que su diversidad no obstaculice la libre circulación de las personas en el ámbito comunitario, garantizando para ello que la exigencia de conocimientos lingüísticos (en el ámbito laboral y profesional, pero también en el más amplio del ejercicio de los derechos de ciudadanía) no pueda ser utilizada para dificultar esa libre circulación y la igualdad de trato que es presupuesto y consecuencia de la misma.

La construcción de la unidad europea, por ello, aporta enseñanzas significativas. Uno de los atributos fundamentales de la ciudadanía, que es el de la libertad de circulación y establecimiento, y la igualdad en cualquier parte del territorio del que se es ciudadano, tiene que ser tenido en consideración a la hora de establecer los conocimientos lingüísticos que pueden ser exigidos, en particular para el establecimiento o para el desarrollo de actividades profesionales (incluido el acceso a puestos de trabajo) en cualquier parte del territorio común.

La Jurisprudencia del Tribunal de Justicia europeo es, a este respecto, muy clarificadora: la exigencia de conocimientos lingüísticos (y no olvidemos que en la UE no existe una lengua oficial 'común', que todos los ciudadanos europeos tengan el deber de conocer y el derecho a usar, como ocurre con el castellano de conformidad con el artículo 3.1 de la Constitución española), no puede en ningún caso convertirse en un obstáculo desproporcionado a la libertad de circulación. Dicha exigencia habrá de estar fundamentada en el tipo o en las características del trabajo (o del puesto de trabajo) a desarrollar y ser proporcionada a sus requerimientos.

En esa línea, aunque este es un tema que todavía debemos abordar con mayor cuidado y atención, ya existe algún pronunciamiento judicial entre nosotros. El propio Tribunal Constitucional, en su sentencia 46/91, señaló, en efecto, que la exigencia de conocimientos lingüísticos (para el acceso a la función pública) ha de respetar los criterios de proporcionalidad y racionalidad. Los conocimientos requeridos habrán de ser necesarios para el trabajo específico objeto del concurso, y su exigencia podrá producirse 'siempre que no se atribuya al conocimiento lingüístico una relevancia desproporcionada o irrazonable respecto de otros méritos y no se convierta en condición general de acceso a la función pública'.

Hay otros muchos aspectos de la experiencia comunitaria (el derecho a expresarse en la propia lengua en procedimientos administrativos y judiciales, por ejemplo), que no pueden perderse de vista en la ordenación de la convivencia lingüística entre nosotros, y, sobre todo, debemos cuidar de nuestra riqueza cultural en este terreno sin olvidar el valor, también cultural, pero igualmente social y económico, que implica la existencia de un vehículo de comunicación común compartido por todos los españoles (y extendido, además, a muchas otras sociedades).

El cuidado y la atención a la lengua común, en su condición de tal, no es incompatible con el respeto y la protección de las lenguas propias de determinados territorios, y es un elemento esencial para el buen funcionamiento de la unidad de mercado y para el desarrollo y el progreso, económico y social, de nuestra sociedad.

Archivado En

_
_