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Tribuna
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Productividad: ¿el santo grial?

José Carlos Díez

En los últimos cuatro años los economistas hemos tenido que convivir con una economía como la española que iba acumulando desequilibrios y con un discurso oficial de política económica que pretendía convencernos de que el déficit cero nos permitiría solucionar todos nuestros problemas.

Tras las elecciones, mantenemos el déficit cero previsto para el próximo año, pero ahora en el debate económico ya se discute que: nos enfrentamos a un alto nivel de endeudamiento de las familias, provocado en parte por el boom inmobiliario y la espiral de subida de precios de la vivienda, que está permitiendo crear empleo, que a su vez favorece el consumo, que reduce la tasa de ahorro y lleva a los propietarios de una vivienda a incrementar su tasa de endeudamiento por un ficticio efecto riqueza. æpermil;ste, en el mejor de los casos podrían disfrutarlo sus herederos, ya que pocos españoles estarían dispuestos a renunciar a su primera vivienda en propiedad e irse a una de alquiler para hacer liquidas las plusvalías de su inversión. Como se ve, todo está muy enrevesado.

Este crecimiento desequilibrado ha funcionado francamente bien en los años pasados y ha permitido a la economía converger en renta per cápita con los vecinos europeos y reducir la tasa de paro a niveles próximos a los suyos. Sin embargo, este es un proceso autófago por tres motivos: el primero, que el endeudamiento de las familias tiene un límite y los hogares españoles están en el filo de la navaja. La dinámica de precios de la vivienda también tiene un límite y el mercado tendrá que corregir la sobrevaloración actual. Y por último, la euforia de consumo, creación de empleo e inversión en construcción está provocando que la demanda supere la capacidad de producción y que buena parte sirva, vía importaciones, para crear empleo y riqueza en otros países.

El Gobierno se debe limitar a crear las condiciones para favorecer la actividad empresarial innovadora

Este exceso de demanda provoca tensiones inflacionistas y el diferencial de inflación con nuestros competidores internacionales hace que el proceso empeore cada trimestre.

El nuevo Gobierno, evitando asumir el coste político de estos desequilibrios, ha cambiado el discurso de política económica y apuesta por un nuevo modelo de crecimiento basado en la productividad. La productividad del trabajo es un indicador relativo de eficiencia que indica cuánto puede producir una empresa, o una economía, por trabajador. Si la empresa consigue incrementar la productividad, podrá incrementar sus beneficios, o bien podrá vender a precios más bajos para ganar cuota de mercado.

Sin duda, el Gobierno acierta en su discurso, ya que si la economía española consigue incrementar su productividad corregiría el diferencial de inflación y frenaría el deterioro de su saldo exterior. Podríamos continuar creando empleo sin generar tensiones inflacionistas, permitiendo que la economía crezca de manera sostenida. Las economías con mayores niveles de bienestar son aquellas que tienen un nivel de productividad por trabajador mayor, por lo tanto España debe apostar decididamente por este modelo.

El problema es cómo se consigue incrementar la productividad. Los economistas sabemos que hay tres formas de hacerlo: una, aumentando el stock de capital, o el número de máquinas, ordenadores, etcétera por trabajador; dos, mediante la innovación de procesos, o productos, y tres, reduciendo el número de empleados de una empresa, o de una economía más proporcionalmente que la producción, o las ventas.

Los economistas también sabemos que son los empresarios innovadores los que pueden realizar de manera eficiente estás funciones. Por lo tanto, un Gobierno se debe limitar a crear las condiciones necesarias para favorecer la actividad empresarial innovadora. Entre estas funciones destacan: mantener la estabilidad macroeconómica para favorecer las decisiones de inversión, garantizar los derechos de propiedad privada y la seguridad jurídica de las inversiones, orientar el sistema jurídico hacia el libre mercado y la libre competencia evitando ineficiencias y situaciones de monopolio, desarrollar infraestructuras, etcétera.

No es necesario comenzar una cruzada contra las ineficiencias de nuestra economía. La agenda de Lisboa 2010 fijó las líneas de actuación, y bastaría que retomáramos el ritmo de reformas estructurales realizado desde 1993 al 2000 y que por diversas razones hemos dejado de acometer en los últimos cuatro años. No obstante, las perspectivas no son muy optimistas. La aritmética parlamentaria ha llevado a que el Gobierno busque apoyos en dos partidos muy alejados ideológicamente del liberalismo económico y por otro lado, las reformas darán resultados permanentes seguramente dentro de 10 o 15 años, por lo que existe la tentación de priorizar otro tipo de iniciativas políticas.

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