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Tribuna
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Moneda de reserva

Desde el diseño de la Unión Económica y Monetaria, se pensó en la moneda única como una alternativa al dólar en su función de moneda de reserva y de denominación de transacciones. Si alguna moneda podía desplazar el papel del dólar como unidad monetaria internacional, sólo podía ser la de un área económica de tamaño comercial y financiero de magnitud comparable a EE UU.

La búsqueda de una alternativa al dólar se plantea desde la ruptura del sistema de paridades fijas de la posguerra instaurado en Bretton Woods. El fin de este sistema de tipos de cambio fijos, que había durado casi 30 años, se debió a los excesos económicos, expansivas políticas de demanda y financiación de aventuras bélicas de las Administraciones de EE UU de finales de los sesenta y principios de los setenta (¿les suena la situación?). Aun así, con la ruptura del sistema de cambios fijos respecto al dólar, apenas se resintió su papel protagonista como moneda de reserva y denominación de transacciones internacionales.

Ni el éxito económico de Alemania y Japón en los setenta y ochenta ni el de sus políticas monetarias, a la hora de estabilizar el valor interno de sus monedas, llegaron a suponer un aumento significativo del uso internacional de marco y yen que desplazara al dólar. Probablemente ni sus respectivas autoridades económicas estuvieron de acuerdo con una función como moneda de reserva para sus divisas, ni tampoco se les dio desde el exterior un papel preponderante como el otorgado al dólar. Sólo el euro se podía constituir como alternativa al dólar.

Hasta los productores de petróleo buscan denominar su exportación principal en euros

Sin embargo, con el nacimiento financiero del euro en 1999, experimentó una significativa depreciación frente al dólar durante los primeros dos años de su existencia (de 1,18 a 0,82 dólares por euro).

El escenario financiero de la aparición del euro, protagonizado por la crisis asiática y, un año después, la crisis rusa había supuesto un fortaleciendo transitorio las divisas integradas en el sistema monetario europeo. Esta sucesión de problemas financieros en países emergentes había truncado un proceso de apreciación del dólar frente a las divisas europeas iniciado bajo la primera Administración Clinton.

Las referencias a un dólar fuerte eran lugar común en las declaraciones de las principales autoridades económicas norteamericanas: Robert Rubin (secretario del Tesoro) y Alan Greenspan (presidente de la Fed). Pero, más importante que las palabras, la política monetaria practicada por la Fed resultaba adecuada para las expectativas de inflación de su economía, mientras que se tornaba un problema de déficit público heredado de los años setenta y ochenta en un abultado superávit. Los réditos de la paz, tras la finalización de la guerra fría, permitían, en un entorno de estabilidad macroeconómica, una fase de alza de producción, demanda y empleo sin comparación en la historia contemporánea estadounidense. EE UU se convertía en el principal destino de la inversión directa internacional, reforzando el valor de su divisa.

Tras una crisis bursátil y tres años de guerra contra el terrorismo, acompañados en EE UU de la peor combinación de políticas económicas que se recuerda en ningún país desarrollado, en la actualidad, cuatro años después de su máxima depreciación, el euro muestra una fortaleza nunca vista frente al dólar (1,33 dólares por euro).

Tal situación ha llevado de nuevo a reflexionar sobre el papel del dólar como moneda de reserva, y cada vez más voces señalan la oportunidad de diversificar posiciones entre activos dólar y euro. Hasta los productores de petróleo buscan denominar su exportación principal en euros. No cabe duda de que es el cambio de orientación de las políticas económicas estadounidenses el origen de la depreciación del dólar, si bien su intensidad, en el caso del euro, se relaciona con los intentos de otras autoridades monetarias de evitar la apreciación de sus divisas (China y Japón).

Pero no queda claro qué puede ganar la economía europea con el potencial papel de su moneda. Quizá el señoreaje, privilegio de emisión de un instrumento de pago internacional, pueda tener una valoración positiva para los distintos emisores en euros (BCE y banca europea a la cabeza), que puede, no obstante, ser una pobre compensación a una situación de estructural apreciación. Quien crea que esta situación es debida a las políticas de BCE y Ecofin, admitirá que, a lo sumo, es por omisión, pues ni siquiera existe una opinión consensuada sobre la política cambiaria del euro. No hay una voz autorizada y reconocida, como fue el caso del secretario del Tesoro de EE UU, que abogue por una divisa fuerte. O por una débil. No hay nadie, tampoco, que proponga acciones correctoras o que defienda siquiera una concertación de políticas económicas que eviten estos vaivenes de los tipos de cambio. Ni lo hay ni, probablemente, es posible que lo haya.

Mientras tanto, el euro irá donde quiera llevarle la política estadounidense y la defensa de las paridades de las divisas asiáticas.

Yo, por si acaso, me quedo en euros.

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