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Tribuna
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Los nuevos héroes

Hace exactamente sesenta años, Viktor Kravchenko ganaba notoriedad mundial al convertirse en el primer miembro del establishment de Stalin en decidir cambiar comunismo soviético por capitalismo norteamericano. En 1947 publicaba I chose freedom, su vida bajo Stalin. Su relato, hoy casi olvidado, conmocionó a Occidente. Kravchenko expuso por primera vez algunas de las prácticas más brutales del régimen soviético. Entre otras, el asesinato o la deportación de millones de ciudadanos durante las purgas, o la dificultad de mantener la cordura en un régimen en el que, según estimaba, uno de cada cuatro ciudadanos eran confidentes de la policía secreta del déspota.

Naturalmente, menos atención recibieron las revelaciones de Kravchenko sobre las prácticas de gestión en el entramado industrial soviético, donde el disidente desempeñó cargos de responsabilidad. Sus memorias dejaban claro que los libros de contabilidad de las compañías soviéticas no tenían por objetivo ofrecer una imagen fiel.

Contaba cómo, en plena vorágine estajanovista, su planta siderúrgica recibió orden de aumentar la producción mensual de forma dramática. Algo imposible. Pero las órdenes no se discutían. Los gestores de la planta llegaron a una solución imaginativa: el producto constaba de dos piezas, si conseguían un aumento significativo de una de ellas, la aritmética ofrecería un aumento medio que mantendría contento al Kremlin. Dicho y hecho, la fábrica disponía de stock de una de las piezas. Concentraron la producción en la otra. Las expectativas del Kremlin se vieron superadas. El aumento, sobre el papel, superó el cien por cien. Aunque el volumen de producto final disponible no hubiera aumentado. La hazaña convirtió en héroes de la patria, y portada de Pravda, a los jefes de Kravchenko. Y a él mismo. Kravchenko trató de hacer ver a sus jefes del Kremlin que todo se trataba de un fraude, de un artificio contable; ni caso. En la Rusia de aquella época, dar la alarma era peligroso. El intentó le costó a Kravchenko varios disgustos.

La mayor parte de los gestores no tenían ningún incentivo a destapar irregularidades; se jugaban la vida. Sin embargo, los desvelos de Kravchenko le convirtieron en pionero de un grupo que ganaría relevancia 60 años después en su patria de adopción. Whistleblowers: los que tocan el silbato, los que dan la alarma.

En los años transcurridos desde los grandes escándalos contables, la vida se ha tornado menos apacible para los consejos de administración. El pasado verano, se cumplían dos años desde la entrada en vigor de la Ley Sarbanes Oxley. Como es sabido, la norma estadounidense imponía nuevas obligaciones a los altos directivos y a quienes se sientan en los consejos de administración de las sociedades cotizadas.

Aunque la honestidad y profesionalidad son asuntos de difícil regulación, la norma ha conseguido, en cierta medida, restaurar la confianza en la limpieza del mercado. A pesar de que su nacimiento vino acompañado de advertencias acerca de los peligros de la sobrerregulación, la Sarbanes Oxley parece ser del agrado de los inversores. De aquellos, en definitiva, a quienes pretendía proteger.

La satisfacción de los inversores se ponía de manifiesto en un estudio llevado a cabo recientemente por Harris Interactive; la mayor parte de los inversores consultados afirmaba haber recuperado la confianza en el mercado; la mayoría no pondría su capital en manos de una compañía que no cumpliera con lo dispuesto en Sarbanes Oxley.

Toneladas de papel se han escrito sobre la norma. Sin embargo, uno de los aspectos más llamativos, y que menos atención ha recibido en España, se refiere a la protección de aquellos que se atreven a elevar quejas relacionadas con prácticas deshonestas de las compañías. A denunciar malas prácticas. A los whistleblowers.

La Sarbanes Oxley establece mecanismos que permiten a empleados honestos destapar irregularidades sin temor a sufrir represalias. Que no compartan los padecimientos corporativos de Kravchenko.

La experiencia ha demostrado que estas personas resultan cruciales para cubrir los huecos en los que las malas prácticas florecen. Y para asegurar la integridad de las instituciones. Tres whistleblowers ganaron en 2002 el título de 'personas del año' otorgado por la revista norteamericana Time. Fueron quienes dieron la alarma sobre las malas prácticas imperantes en Enron, Worldcom y el FBI antes del 11-S. Conscientes del papel fundamental que la protección al whistleblower juega en la conservación de la buena salud de las empresas, dos senadores estadounidenses pedían hace unos días a la SEC que procediera de forma más contundente contra aquellas compañías cotizadas que cometen represalias contra empleados que exponen malas prácticas.

Desgraciadamente, el debate sobre el papel y la protección de los whistleblowers no ha llegado todavía a España. Esperemos que lo haga pronto. Y es que, como alguien dijo, la luz del sol es el mejor desinfectante. También en las empresas.

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