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Columna
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La hora de España

En España partimos de una inferioridad en nuestros usos lingüísticos respecto al los del inglés, donde se acude a dos términos diferenciados, time y weather, para dar cuenta respectivamente del tiempo cronológico y del tiempo meteorológico. Una inferioridad voluntaria, porque nuestro diccionario incluye un vocablo del todo idóneo como temperie, que según la definición de la Real Academia es el 'estado de la atmósfera, según los grados de calor o frío, sequedad o humedad'. Así que si se hubiera optado por seguir las recomendaciones del libro de estilo del Instituto Nacional de Meteorología se habría generalizado el vocablo temperie para denominar las secciones especializadas de los canales de televisión, de las emisoras de radio y de la prensa diaria y el público enseguida lo habría adoptado poniendo fin a la anfibología que todavía padecemos. Ahí están, por ejemplo, los recuerdos melancólicos de tantos esfuerzos estériles de un periodista buen amigo mío para recuperar la palabra temperie como rótulo identificador de la información meteorológica.

Pero vayamos al tiempo cronológico y reconozcamos que en su control reside el máximo goce, la más alta potestad de la que pretenden disponer los políticos. Veamos algunos ejemplos de diferente escala. Así el de Juan Alberto Belloch, que cuando le hicieron biministro y pasó a asumir también la cartera de Interior procedió a destituir de su cargo al colega Baltasar Garzón al grito de este es mi tiempo. En el área autonómica se hizo clásica también la expresión del honorable president de la Generalitat, Jordi Pujol, siempre dispuesto a señalar si ahora toca o ahora no toca. O el cuaderno azul, cerrado a ojos de los periodistas, donde el entonces presidente Aznar aseguraba tener escritos los nombres y sobre todo las fechas en que haría sus cambios en el Gobierno o en el partido. Del mismo modo, en fechas aún más recientes, los colaboradores íntimos de José Luis Rodríguez Zapatero argüían frente a quienes reclamaban que su líder diera caña, cera o lumbre a sus antagonistas que todo se haría en su momento pero que su jefe se reservaba un particular control de los tiempos.

Imponer la propia agenda, sentirse en posesión del calendario, decidir cuándo se hablará de qué cuestiones, en definitiva, controlar los tiempos ha sido una ambición permanente que siempre han mostrado los poderosos de la que ya daba cuenta la Biblia. Y ahí está para probarlo el caso de Josué, que hizo la mayor exhibición cuando detuvo la caída del sol hasta concluir con éxito la batalla en que andaba enredado.

Controlar los tiempos es una ambición permanente que siempre han mostrado los poderosos

Todos intentan a su manera jugar a Josué. Lo mismo da que hablen ante la Asamblea de Naciones Unidas de Nueva York que en un aula de la washingtoniana Georgetown University convenientemente dispuesta, merced a las dádivas previas efectuadas con cargo al contribuyente.

Hasta el habla popular ha llegado esta idea del tiempo en propiedad. Por eso cualquiera se aferra a la expresión de en mis tiempos cuando quiere marcar la diferencia respecto a las costumbres, la profesión, la música, el cine, la gastronomía o el urbanismo. Claro que, además del tiempo que se afanan en controlar los poderosos, está el que fluye imparable para todos conforme a unas pautas que sólo ha impugnado la teoría de la relatividad.

Ese tiempo del reloj tampoco era una referencia unívoca en España hasta los primeros años del pasado siglo, cuando mi abuelo Miguel Aguilar Cuadrado, en su calidad de primer astrónomo del Observatorio del Retiro, fue encargado de redactar la propuesta de unificación de la hora por primera vez para todo el territorio peninsular y el archipiélago balear, que en adelante quedó anclada en la del meridiano de Greenwich, porque con anterioridad difería por ejemplo la hora oficial de La Coruña de la de Barcelona.

España se puso en hora pasando por encima de las diferencias de longitud este y oeste. Después vinieron otras concordancias y, ayer como quien dice, nuestra incorporación a la UE, pero en medio de un proceso de homogeneización en muy distintos ámbitos, las mayores diferencias de comportamiento que nos separan de los socios comunitarios siguen siendo las de nuestras pautas horarias y nuestra ingesta alimenticia. El foso de la digestión es nuestra mayor separación del resto de los europeos, y en algún momento habrá que colmarlo mediante una racionalización que algunos impugnan como contraria a nuestra idiosincrasia. Continuará.

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