Dormirse en los laureles
El debate actual sobre la situación económica viene definido por el estado del mercado de trabajo. El autor considera que ha llegado la hora de las reformas necesarias para cebar la máquina de crear empleo y dejar de lado las políticas populistas
El estado del mercado de trabajo define el debate actual sobre la situación económica. Aunque se han creado muchos empleos, se discute sobre su calidad. La mayoría de los puestos nuevos están en servicios sin cualificar o en la construcción, y la industria manufacturera no da señales de recuperación. Las economías domésticas están preocupadas por mantener su estilo de vida y su patrón de consumo. La reducción de impuestos ha debilitado las finanzas públicas y los niveles de endeudamiento familiar alcanzan máximos históricos. Se oye por doquier que el problema es la baja productividad y se culpa a la globalización de la deslocalización industrial.
Pensarán que estoy glosando la última intervención del secretario de Estado de Hacienda, pero se equivocan. Tendemos a pensar que los problemas de la economía española son únicos. Si además son ustedes partidarios del Gobierno de la España plural, no habrán tardado en echarle la culpa al Gobierno popular. Lamento defraudarles, pero la cita intertextualizada anterior es de Stephen Roach, economista jefe de Morgan Stanley, se refiere a Estados Unidos y aparece publicada en el New York Times del 22 de junio.
Porque en todas partes cuecen habas y la recuperación internacional pende de un hilo. Del que une la demanda de los consumidores americanos, y algunos pocos europeos, con la máquina de producir asiática. Y ese hilo es la productividad. Porque nadie puede confiar en que los déficit gemelos estadounidenses se mantengan indefinidamente; en que los asiáticos sigan trabajando, ahorrando y financiando a los consumidores americanos para que compren sus cacharros todo a un euro. Por lo tanto, los países ricos tienen que mantener su liderazgo tecnológico para permitir trabajo de mayor valor añadido con el que sostener su productividad. O trabajar más por el mismo salario, como se está empezando a hacer en Alemania. Claro que allí se dan dos circunstancias atípicas: es el país industrializado con menos horas de trabajo al año y tiene justo al lado una reserva de trabajo cualificada, dispuesta a echar las horas que hagan falta con tal de alcanzar niveles de prosperidad semejantes y dotada, por generosidad europea, de un marco de estabilidad que hace muy improbables las sorpresas políticas o económicas.
Si en España dejáramos de hacer política de espejo retrovisor y de saldar cuentas con la oposición, hablaríamos de estas cosas. Mucho más que del traslado de organismos estatales de supervisión y regulación económica a Cataluña. Lo que convendrán conmigo en que es una buena noticia para llenar los edificios del Forum una vez terminado el espectáculo, pero aporta muy poco a la productividad de la economía española. Si al menos se trasladasen a áreas deprimidas nos acordaríamos de los polos de industrialización de la planificación indicativa al uso en los años sesenta.
Las economías de los países industrializados, y la española no es ninguna excepción, se encuentran ante las contradicciones, que diría Marx, u oportunidades del propio éxito de la extensión del capitalismo y el desarrollo a grandes áreas del globo. Ante ese reto caben dos respuestas. La conservadora pasa por el proteccionismo y la defensa a ultranza de las posiciones adquiridas. La que llamaremos para simplificar Europa fortaleza, aunque también hay síntomas abundantes de ella en el tique Kerry-Edwards, y se traduce en multas a las empresas que apliquen la lógica del mercado. Pero hay una respuesta progresista, que algunos despachan con el calificativo liberal. Déjenme que les cuente lo que significa.
Partimos de una posición fiscal sólida y una política monetaria estructuralmente expansiva. Un lujo que no debemos desperdiciar, pero que no es suficiente y se está agotando. Ha llegado la hora de la microeconomía, de las reformas necesarias para cebar la máquina de crear empleo. No quiero ser agorero pero hay ya síntomas preocupantes. El Gobierno no está para dar teóricas sobre productividad, sino para plantear reformas y asumir su coste electoral. Dejemos de hacer populismo con la vivienda, el agua, la sanidad, los horarios comerciales, la descentralización... y hablemos en serio del mercado de trabajo.
Se ha firmado un gran acuerdo de intenciones. Bien, desarrollémoslo, aunque nos haga perder la sonrisa. Aprovechemos para cambiar el marco de relaciones laborales, pensado para la transición y que buscaba consolidar las instituciones sociales, sindicatos y patronal, como elementos necesarios de una sociedad democrática. Perfecto, ha funcionado, pero hora es ya de abandonar la protección a la industria naciente. Tenemos un mercado de trabajo segmentado, dual, y haríamos bien en liberalizarlo para todos. La temporalidad es excesiva y tiene que ver con los altos costes de despido y sobre todo con la incertidumbre asociada a la judicialización de la extinción del contrato laboral. La movilidad geográfica y funcional, insuficiente y dificultada por la construcción de barreras de facto entre autonomías y sobre la que habría que incidir reformando la protección por desempleo.
Otro día les hablaré de la sanidad y de las pensiones, que aumentan la cuña salarial y deterioran nuestra competitividad. De lo que no esperen que les hable es de recetas milagrosas para aumentar la productividad aumentando el gasto público en educación e investigación. Ya sé que algunos pensarán que ya está otro plasta queriendo desmantelar el Estado de bienestar. Pero les aseguro que mi intención es la contraria, asegurarme que mis hijos puedan disfrutar de él, aunque ello exija hacer sacrificios para seguir siendo competitivos. Porque saben qué, los ciudadanos de Asia y de Europa del Este también quieren sentarse a la mesa de los ricos. Y están dispuestos a trabajar por ello. Como trabajaron nuestros padres.