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Columna
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España y Latinoamérica

En los años ochenta del siglo pasado la mayoría de países latinoamericanos fueron pasando gradualmente desde regímenes autoritarios a democracias representativas, lo que fue un gran avance. Al mismo tiempo, la inmensa mayoría de ellos adoptaron una nueva estrategia de crecimiento económico que pasaba por la apertura y liberalización de sus economías y el emprendimiento o intensificación de los procesos de integración regional (Mercosur, ALCA, Comunidad Andina, Nafta en América del Norte...). En ambos terrenos España se convirtió para los políticos latinoamericanos y para la opinión pública de aquellos países en referencia obligada. Nosotros también habíamos consolidado una democracia tras 40 años de dictadura y empezábamos a crecer significativamente siguiendo las pautas de un modelo de apertura económica con integración en la CEE.

Esta correspondencia también hacía fácil la orientación de nuestra política exterior con Latinoamérica. Debíamos cooperar en los dos procesos prestando nuestra experiencia en los mismos y allegando recursos que pudieran facilitar la consecución exitosa de los mismos en aquellos países. Estos recursos no fueron sólo públicos, sino también privados al calor de las oportunidades que ofrecían los procesos de privatización de empresas públicas puestos en marcha por muchos Gobiernos de la región y el impulso del Gobierno español a estas iniciativas inversoras. El resultado de esta política puede calificarse de óptimo. Nunca las relaciones entre España y las repúblicas latinoamericanas fueron tan próximas, la cooperación de unos y otros en foros internacionales impulsada por el Ministerio de Asuntos Exteriores español en materia política y por el de Economía y Hacienda en materia económica y financiera nunca fue tan fructífera y el papel hecho por las empresas españolas -sin experiencia apenas en inversión extranjera- en aquel continente fue extraordinariamente positivo para el desarrollo del mismo, tanto en la revolución que supuso en la eficiencia y calidad de los servicios públicos (energía, telecomunicaciones, agua, transporte) como en la mejora de los sistemas bancarios.

Las circunstancias cambiaron al final de los años noventa con el contagio de Latinoamérica de las crisis del este de Asia y del repudio de la deuda rusa. Por aquellas épocas también el sentimiento de la opinión pública sobre la bondad del llamado Consenso de Washington se había hecho mucho más crítico, al tiempo que el cambio en el Gobierno español iba a representar de manera gradual una caída de la política respecto de Latinoamérica en las prioridades de nuestra política exterior y una disminución de la confianza que se había construido entre aquellos Gobiernos y el Gobierno español. Los ejes fundamentales de nuestra política con la región no han cambiado, pero la percepción de la misma es muy diferente ahora. Hay nuevos recelos -'los conquistadores españoles'- no se percibe la sensación de bloque hispano-latinoamericano que tanto nos benefició a todos y no existe conexión entre la política altruista de nuestra cooperación en aquel continente y la real politik de la legitima defensa de nuestros intereses allí. Dicho de otro modo, la referencia clara que España representó para los países de Latinoamérica hasta 1996-97 se ha difuminado y hace preciso reconstruirla con el impulso del nuevo Gobierno español y la cooperación de nuestras grandes empresas y otras instituciones presentes allí.

No podemos tratar igual a los que asumen las responsabili-dades internas de sus países que a quienes las rehúsan

En la reflexión conducente al establecimiento de esta nueva política española para Latinoamérica deberían tenerse en cuenta al menos las siguientes consideraciones, siempre a partir del reconocimiento de que la América Latina actual no es la misma que la de hace uno o dos decenios. En primer lugar, España debe reafirmar sus puntos de vista sobre el futuro de aquella región. Creemos en instituciones fuertes y democráticas, en el imperio de la ley, en la indispensable consolidación de la seguridad jurídica y ciudadana, en la importancia para la libertad y el desarrollo de la economía de mercado y en las ventajas estratégicas de los procesos de integración regional para conseguir estos y otros fines. Nuestra política no puede tratar por igual a aquellos Gobiernos latinoamericanos empeñados en estos objetivos que a los que no lo están o incluso los combaten, aunque sin duda debe tratar con escrupuloso respeto a todos ellos. Si queremos contribuir al éxito de Latinoamérica no podemos defraudar a quienes están en una línea correcta tratándoles igual que a quienes pueden representar proyectos aventureros con riesgo de vuelta al pasado en materia de derechos humanos, libertades, imperio de la ley o libertad económica. No podemos tratar igual a quienes asumen las responsabilidades internas de sus países que a quienes las rehúsan. Y esto no tiene nada que ver con el signo político o ideológico de los diversos Gobiernos, que no es asunto nuestro.

Debemos reforzar nuestras alianzas estratégicas allí y contribuir con experiencia y recursos a la lucha contra la pobreza en el continente y otras políticas sociales. Debemos apoyar en los foros internacionales del comercio sus justas peticiones y matizar nuestras posiciones en relación a estos temas (acceso de los bienes de estos países a los mercados de los países avanzados) dentro de la Unión Europea. Debemos dar instrucciones al servicio exterior para que la política de España sea una y reconocible de antemano y para defender con firmeza nuestros legítimos intereses allí, que en la práctica totalidad son complementarios y no contrapuestos con los intereses nacionales de aquellos países (y cuando no sea así modificarlos porque ésa es la clave de nuestro éxito).

Nuestras empresas deben ser estimuladas a garantizar sus interés a largo plazo en el desarrollo de los distintos países y la apuesta que están haciendo por los mismos, a profundizar su inversión social allí y a considerar si sus alianzas con el sector privado, la composición de sus consejos de administración en cada caso y su comportamiento con clientes y suministradores es el más adecuado para una estrategia pro activa en aquellos países.

Finalmente debemos incardinar nuestra política de cooperación en el conjunto de nuestra política exterior respecto de Latinoamérica poniéndola en valor.

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