Un servicio, no una obra
Recuerdo que siendo presidenta de Renfe, en una visita a unas instalaciones ferroviarias en la zona del Pirineo, me desperté una mañana en el hotel porque un periodista quería hacerme una entrevista sobre el futuro ferroviario de la zona. La primera pregunta que me planteó fue sobre cuándo iba a llegar el AVE a la localidad en la que estaba, un pueblo que escasamente llegaba a los 1.000 habitantes. Tras la perplejidad contesté cortésmente que de momento no estaba planificado, pero quizá en un futuro alguien podría plantear esa posibilidad.
Naturalmente, a todos nos gustaría que los buenos servicios pudieran alcanzar a todos los ciudadanos y que los trenes llegaran a todos los lugares del país, pero el problema del ferrocarril, en general, es que la infraestructura es muy cara. Hemos de pensar que un kilómetro de vía totalmente equipada cuesta unos 10 millones de euros, prácticamente la misma cantidad que un kilómetro de autopista, y que un tren de alta velocidad vale 32 millones de euros. Piense el número de escuelas, guarderías, polideportivos, hospitales, hogares para la tercera edad que podrían construirse con estas elevadas cantidades. Por eso, en el momento de decidir la asignación de presupuestos a los diferentes servicios que ha de garantizar el Estado, el tren debe ceder ante otras necesidades posiblemente más urgentes.
Alguien dirá entonces: ¿por qué en Europa estamos apostando por invertir en alta velocidad? O ¿por qué no lo sustituimos por el tren convencional? La respuesta es que los costes de esa alternativa pueden llegar ser inferiores en un 30%, es decir que también son elevados, y que por otra parte el sistema convencional no tiene unas prestaciones lo suficientemente atractivas como para que la gente abandone el coche y se apunte al tren.
El reto de la alta velocidad es conseguir disminuir el tráfico de nuestras congestionadas carreteras y autopistas y competir con el avión, porque también los aeropuertos y el espacio aéreo están igualmente congestionados y con el tiempo lo estarán más.
El secreto de este tipo de trenes es unir grandes ciudades, cuando la distancia está al entorno de los 600 kilómetros, en un plazo de tiempo que no supere las tres horas, siendo competitivos con los otros modos de transporte. Las cifras que hay que invertir para que todo ello sea eficaz son realmente escalofriantes.
Por eso no deja de ser inquietante mirar el mapa de actuaciones de alta velocidad que están en marcha actualmente en nuestro país, derivadas de la planificación heredada del anterior Gobierno. Es inquietante porque todas las actuaciones pueden alcanzar a unos 5.000 kilómetros de nuevas líneas, casi un 40% del total de la red actual. Es inquietante porque los conceptos son ambiguos, ya que se distingue entre: vías en servicio, en obras, en proyecto, en estudio informativo pendiente día y en estudio informativo, conceptos éstos últimos que inducen a pensar que un día u otro llegará, o lo que viene a ser lo mismo 'ya lo hemos dibujado en el mapa'. Es inquietante porque la red que se diseña en el mapa es inequívocamente radial. Es inquietante porque la inversión prevista en red ferroviaria para este año es de 6.607 millones de euros, cifra que, comparada con el coste citado, no es ninguna panacea. Es inquietante porque, de acuerdo con las declaraciones de la Ministra de Fomento, resulta que su predecesor sólo le ha dejado, para nuevos proyectos, un 1,58% del presupuesto de inversiones para este año. Es inquietante porque se planificó una infraestructura y no se planeó el servicio que llevaría aparejado.
Sin embargo, en ese panorama de inquietudes, emerge una esperanza cuando se leen afirmaciones tan claras como las que realizó la Ministra: 'Las infraestructuras son un medio, no un fin. Son un medio para el desarrollo económico, no sólo para mejorar la competitividad, sino también para redistribuir la riqueza'. Sólo cabría añadir que esas infraestructuras se realizan para prestar un buen servicio a los ciudadanos porque el AVE no es una obra sino un servicio de transporte.