¿Están obsoletas las monedas nacionales?
La omnipresencia del dólar y el éxito del euro hacen pensar que muchas monedas nacionales están camino de desaparecer. El autor, en contra de la opinión de prestigiosos economistas como Mundell, Camdessus o Krugman, sostiene todo lo contrario
Se han quedado obsoletas las divisas nacionales? España, como muchos otros países, tenía hasta hace poco su propia moneda, la peseta. Ahora España utiliza el euro, una divisa multinacional compartida por 12 países europeos. En otros continentes, países como Ecuador y El Salvador, en un proceso conocido como dolarización, han sustituido sus divisas por el dólar estadounidense, el todopoderoso billete verde. ¿Hay muchas más monedas nacionales condenadas a desaparecer?
Para algunos especialistas monetarios, la respuesta no ofrece dudas. Muchos más países van a abandonar próximamente sus monedas nacionales. Bien se unirán a una unión monetaria que siga el modela de la Unión Económica y Monetaria europea, o bien dolarizarán sus economías adoptando una moneda internacional popular como el dólar o el euro. 'A largo plazo', predice Michel Camdessus, antiguo director gerente del Fondo Monetario Internacional, 'avanzamos hacia un mundo con menos monedas'.
La gestión del dinero es una variable fundamental en la distribución de la riqueza y el poder en el planeta
La verdad, sin embargo, es que tales predicciones son completamente erróneas. No vamos hacia menos monedas. Las divisas nacionales no se han quedado obsoletas.
El argumento de la obsolescencia parte de una lógica clara. Como las fronteras que separaban las economías nacionales han ido desapareciendo, cada vez son más las personas en todo el planeta que pueden elegir qué divisa utilizar, la de su país o una alternativa extranjera. En efecto, las monedas compiten ahora por un mercado compartido. Y como en cualquier mercado, los competidores más débiles pueden simplemente desaparecer. Los Gobiernos pueden encontrarse con que el coste de defender la moneda nacional resulta simplemente demasiado alto como para soportarlo.
La fuerza motriz de todo el proceso estriba en el poder de las economías de escala. Una vez que se puede elegir entre varias monedas, la divisa más poderosa y mejor integrada en una red transnacional atraerá de modo natural a los ciudadanos, pues así se reducen los costes de las transacciones. Para los usuarios, cuanto menor sea el numero de monedas, mejor. ¿Pero como de pequeño debe ser ese número? El economista estadounidense Paul Krugman sugiere que quizá queden unas 20 o 30 monedas. El premio Nobel Robert Mundell va más lejos, y plantea que la cantidad óptima de monedas es como la de dioses: 'Un número impar, a ser posible menor que tres'.
Toda esta argumentación no está equivocada, pero es incompleta. Camdessus y el resto de economistas se centran sólo en el lado de la demanda del mercado, en el que las consideraciones de eficacia sugieren una preferencia por el menor número posible de monedas. Pero se olvidan del lado de la oferta donde cabe esperar preferencias bastante diferentes. La mayoría de los Gobiernos preferirán preservar las monedas actuales por muy poco competitivas que puedan ser.
Para los Gobiernos, una moneda nacional cubre varias funciones vitales. En términos económicos, proporciona un poderoso instrumento de gestión macroeconómica así como un medio para respaldar el gasto público con la emisión de moneda. Políticamente, la moneda encarna un símbolo clave de la identidad nacional así como una suerte de protección contra un control extranjero del poder adquisitivo local.
¿Podemos esperar realmente que muchos Gobiernos renuncien voluntariamente a estas ventajas? ¿Máxime cuando no hay necesidad de que las pierdan incluso si sus monedas son poco competitivas? Disponen de otras opciones. En lugar de la dolarización, pueden establecer algún régimen de tipo de cambio fijo (currency board), el cual preservará su moneda nacional aunque sea ligada a una divisa internacional como el dólar o el euro. O en lugar de una unión monetaria, pueden pactar una forma más limitada de cooperación regional que mantenga las monedas nacionales en su sitio. Las opciones no son tan limitadas como sugiere el argumento de la obsolescencia.
Tales decisiones, en última instancia, son políticas, y vienen movidas por la lógica de la soberanía del Estado, no por la de la eficacia de los mercados. La gestión del dinero es una variable fundamental en la distribución de la riqueza y el poder en el planeta. Renunciar a la moneda nacional significa, en efecto, externalizar la política monetaria. El Estado por sí solo ya no es capaz de ejercer el monopolio sobre el control del dinero en circulación y su uso dentro de sus fronteras. En su lugar, la soberanía monetaria se delega al emisor extranjero preferido, sea EE UU o la zona euro, o a las instituciones comunes de la unión monetaria. La apuesta no puede ser más elevada.
España, como el resto de sus socios de la zona euro, aceptó renunciar voluntariamente a su soberanía monetaria porque había asumido un compromiso con los objetivos más amplios de la Unión Europea. Pero, ¿cuántos Gobiernos fuera de Europa se encontrarían cómodos encargando a otros sus asuntos monetarios? En la práctica, la resistencia a la externalización monetaria será fuerte. La mayoría de las monedas nacionales no desaparecerán.
Traducción: Bernardo de Miguel Renedo