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Tribuna
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El rumbo equivocado de los impuestos autonómicos

El terreno de los impuestos autonómicos se está agotando, según el autor, por los límites que marca el ordenamiento. Las comunidades autónomas pueden, no obstante, desarrollar su poder fiscal con los tributos cedidos por el Estado y las contribuciones especiales

De un tiempo a esta parte hemos asistido a un curioso espectáculo: diversas autonomías han pergeñado una serie de impuestos autonómicos encaminados antes a instrumentar políticas de intervención que a generar recursos. Es cierto que el Tribunal Constitucional y nuestras leyes admiten que los impuestos puedan ser vehículo de fines no fiscales, pero tales fines deben ser ciertos y no meras coartadas para establecer impuestos a favor de unos y en contra de otros.

Estamos pensando en impuestos como los que recaen sobre los grandes establecimientos comerciales (Cataluña, Navarra, Asturias), los que gravan las actividades o las instalaciones que inciden en el medio ambiente (Extremadura, Castilla-La Mancha) y también en el impuesto sobre los depósitos de las entidades de crédito (Extremadura). En todos ellos, los fines que se dicen perseguir no se compadecen bien ni con su funcionamiento ni con los resultados alcanzados.

La ley admite que los tributos puedan ser vehículo de fines no fiscales, pero tales fines deben ser ciertos y no meras coartadas

Los impuestos sobre las grandes superficies quieren incidir sobre el daño que estos establecimientos causan al medio ambiente, a la ordenación del territorio y al comercio tradicional. Sin embargo, a la hora de calcular el tributo a pagar sólo atienden al número de metros cuadrados utilizados en el desarrollo de la actividad económica. La elección del criterio de metros cuadrados para calcular el gravamen abona la idea de que estos impuestos están penetrando en un terreno que les está legalmente vedado. Están sometiendo a tributación focos de riqueza sobre los que ya recae la imposición local, en este caso el IAE, impuesto para cuyo cálculo se tiene en cuenta especialmente el elemento superficie. En suma, se desencadena una sobreimposición legalmente proscrita.

Los impuestos que gravan los elementos que inciden en el medio ambiente se comportan en realidad como simples tributos patrimoniales. Al no haber conseguido medir aceptablemente el riesgo o daño potencial al medio ambiente que se imputa a los contribuyentes del impuesto (empresas energéticas, de telefonía, etcétera) este tipo de impuestos optan por gravar elementos vinculados a la actividad económica realizada, de un modo tal que se fracasa a la hora de reflejar la debida correlación entre la conducta nociva que justifica la exigencia del tributo y la magnitud del daño ambiental causado. Por cierto, el modelo al que siguen este tipo de impuestos, el impuesto balear sobre instalaciones que inciden en el medio ambiente, ha sido declarado inconstitucional.

En cuanto al impuesto extremeño sobre las entidades de depósitos, no deja de ser un tributo pensado para gravar, elípticamente, los beneficios de aquéllas. Como legalmente las autonomías no pueden duplicar el hecho imponible de un impuesto estatal, en este caso el impuesto sobre sociedades, se ha optado por hacer tributar no la renta de las entidades financieras establecidas en Extremadura, sino un instrumento indispensable para el desarrollo de su actividad, el saldo de su pasivo, factor indispensable para que, combinadamente con las operaciones de activo, bancos y cajas, obtengan beneficios. Esta maniobra está condenada al fracaso si el Tribunal Constitucional vuelve a una vieja doctrina que prohíbe a un impuesto autonómico perjudicar el nivel de recaudación de un impuesto estatal.

Durante años las comunidades autónomas han utilizado su poder tributario creando impuestos escasamente conflictivos -los cánones de agua, por ejemplo-. Hay que preguntarse, por tanto, cómo hemos llegado a esta situación en la que las autonomías parecen haber perdido el rumbo embarcándose en aventuras fiscales e impuestos selectivos cuya constitucionalidad está en entredicho.

No se puede negar que los límites que hoy impone el ordenamiento a los impuestos autonómicos son severos y no sería malo su replanteamiento. Pero, entretanto, las comunidades no han de olvidar que pueden desarrollar su poder tributario en el ámbito de los tributos que les ha cedido el Estado pudiendo decidir, en muy alto grado, la política fiscal que quieren para sus ciudadanos. Es posible que el terreno de los impuestos propios se esté agotando, pero no así el de los tributos cedidos ni tampoco se ha sacado todo el partido a tasas y contribuciones especiales. En estas categorías tributarias el componente retributivo es tan significativo que la correlación entre la acción pública ejecutada y la satisfacción del tributo por parte del destinatario de aquélla está en todo momento asegurada.

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