Cuando el corazón sufre
Antonio Cancelo explica la difícil papeleta que ha de afrontar el ejecutivo que, por un lado, ha de contribuir al logro de los objetivos de la empresa y, por otro, no debe dejarse llevar por los sentimientos.
Abocados a vivir en un mundo sometido a profundas y constantes modificaciones, donde parece que nada es previsible e impera la tensión en la búsqueda de modelos más adaptados y de formas de dirigir que tengan en cuenta las nuevas realidades, se presta una menor atención a cuestiones que permanecen, a pesar de todos los cambios, y que deberían constituir una preocupación del mismo rango que las adaptaciones citadas. La mayoría de los problemas que permanecen trascendiendo los avances que proceden del desarrollo tecnológico, los sistemas de información, la globalización, la concentración empresarial, se sitúan en el ámbito del comportamiento humano, siendo imprescindible un tratamiento adecuado para el funcionamiento armónico del proyecto empresarial.
Para ilustrar este tipo de situaciones que permanecen en el tiempo, resistiendo sin deterioro los embates de todo tipo de progreso, podemos reflexionar sobre el conflicto que se produce entre sentimiento y razón en la toma de decisiones. Puede que haya directivos que consideren que se trata de una cuestión menor pero, al menos en mi experiencia personal, me he encontrado con multitud de situaciones que a la postre han distorsionado el efecto esperado, en virtud de la excesiva influencia del sentimiento o de la aplicación pura y dura de la lógica, sin ningún otro tipo de consideraciones.
'El directivo se enfrenta a estados anímicos complejos en los que la incertidumbre permanece'
Cuando sentimiento y razón coinciden, es decir, si lo que deseo hacer, lo que me gusta, en lo que me siento bien, es a la vez lo que debo hacer, no sólo no hay problema, todos y todo resultarán beneficiados por la decisión, sino que se elevará el nivel de satisfacción individual y colectiva. Pero hay que reconocer que son escasas las situaciones en las que se da tal grado de acuerdo, porque lo más frecuente es que se produzcan discordancias entre lo que se desearía hacer y lo que debe hacerse, dando lugar a una cierta ruptura interna, a una tensión desagradable e indeseada.
Los casos de discordancia profunda entre sentimiento y razón generan una parálisis que conduce a postergar la decisión, ante la incapacidad de asumir la contradicción como parte inherente de la condición humana. Sin embargo, ese apartamiento temporal de lo más ingrato no ayuda a la solución del problema, que no se aborda, pero tampoco alivia la tensión personal, porque el conflicto permanece y el paso del tiempo no va a armonizar las contradicciones.
El directivo se enfrenta a estados anímicos complejos en los que la incertidumbre permanece, hallándose a solas con sus sentimientos y su razón, en una pugna que finalmente tiene que acabar decantándose en la búsqueda del mayor bien posible, aunque la decisión le acarree un importante grado de sufrimiento, ya que algunos de los daños causados puede que no sean reparables. Apostar por lo razonable puede herir sentimientos profundos, personales y de terceros, además de generar la controversia esperable entre diferentes concepciones de lo razonable, que tenderán a divergir de acuerdo con los intereses legítimos de las partes afectadas. Siempre que se decide, se rechaza y lo rechazado tiende a pensar que la decisión no ha sido razonable, sino que ha sido guiada por intereses oscuros e incluso poco confesables.
Los desfavorecidos por cualquier decisión argumentarán como mínimo que ha habido favoritismos y no objetividad, es decir, que han prevalecido los sentimientos, afecto, cercanía, influencias, frente a la razón que, de haber sido utilizada, habría conducido a una decisión diferente. Pero, de haberse producido esa decisión diferente, nada habría cambiado en la percepción y el análisis, salvo en la titularidad de los juicios emitidos.
Es muy difícil que alguien se acerque, ni aún a título de curiosidad, a ese conflicto interno de quien decide, que se ve obligado a inclinarse por lo que considera un bien mayor para la tarea que se le ha encomendado, conducir por la senda del progreso el proyecto empresarial, aunque en esa decisión sacrifique una buena parte de sus inclinaciones, sus sentimientos y hasta sus afectos personales. Los puestos de responsabilidad tienen que contribuir con su actuación al logro de los objetivos encomendados y no a la satisfacción de los intereses personales, ya que cuando se acepta un cargo se asumen unas responsabilidades y hay que actuar en consecuencia.
Nada me parece más duro, ni expresa mejor el conflicto entre sentimiento y razón, que llamar a un colaborador que desempeña su trabajo con honradez, dedicación y compromiso y con el que, además se mantienen lazos de afecto, para decirle que has decidido relevarle de su función. De estas decisiones, que inevitablemente hay que tomar por mucho que se sea consciente del daño personal y familiar que se ocasiona, no se sale indemne. Y es bueno que el corazón sufra, porque mientras se mantenga esa sensibilidad se podrá garantizar un buen desempeño directivo, actuando desde la razón y considerando los sentimientos que puedan atenuar el efecto negativo que se derive de las decisiones, sin por ello condicionarlas.