La guerra del PEC
En 1997, los países de la UE aprobaron el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC) con un propósito claro: aceptaban que sus Presupuestos estuvieran equilibrados o con un ligero superávit y que aquellos que se acercasen a un déficit del 3% de su PIB adoptarían medidas inmediatas, de tal forma que si alguno superaba ese límite tres ejercicios seguidos se exponía a pagar unas cuantiosas penalizaciones. Obsérvese que las reglas no eran tan rígidas como se afirma, ya que del equilibrio a un déficit del 3% hay un notable margen; que, además, el incumplimiento ha de producirse durante tres años seguidos y además, se valora el deseo del Gobierno en cuestión de adoptar medidas correctoras del desequilibrio de sus cuentas públicas. En aquella lejana fecha los patrocinadores del pacto creyeron que los acuerdos se adoptan para cumplirlos, pero como se demostró en noviembre del año pasado las cosas no son tan sencillas, especialmente si los incumplidores son países poderosos como Francia o Alemania y no miembros de segunda clase como Irlanda y Portugal.
El caso es que antes y después de la decisión del Ecofin suspendiendo el procedimiento de déficit excesivo -decisión recurrida por la Comisión ante el Tribunal de Justicia por ilegal-, la conveniencia de mantener la obligación del 3% ha sido objeto de múltiples comentarios y análisis. Una primera línea crítica se empeña en ridiculizar la racionalidad económica de obligación tan rígida ya que, afirma, la obligación de cualquier Gobierno cuya economía ha entrado en recesión consiste en reactivarla, y uno de los medios a su alcance es ya la reducción de impuestos o, lo que suele ser más habitual, el incremento del gasto público. El corolario de esa argumentación no es un examen riguroso sobre si la recesión es debida más a deficiencias nacidas de graves inercias estructurales -difícilmente corregibles con más gasto-, rasgos cíclicos o problemas de atonía debidas a las expectativas del sector privado -en cuyo caso una adecuada combinación de moderados desequilibrios presupuestarios y política monetaria expansiva acaso constituyan la medicina acertada-, sino la afirmación dogmática según la cual el crecimiento de las economías de la eurozona -en realidad debería decirse de 'algunas' economías- precisa de gastos extraordinarios en, por ejemplo, capital físico y humano, que aseguren un desarrollo sostenido sin preocuparse de 'restricciones presupuestarias irracionales'.
Es probable que este tipo de críticas haya hecho mella en la Comisión quien, rápidamente, está estudiando cómo tener en cuenta nuevos criterios que 'flexibilicen' el cumplimiento del pacto. Una posibilidad sería excluir de los capítulos de gasto determinados proyectos de infraestructura patrocinados conjuntamente por los sectores público y privado. A tal efecto, Eurostat -la habitualmente complaciente oficina estadística de la Unión- ya ha mostrado su predisposición a no tenerlos en cuenta. Una decisión que, en principio, podría considerarse razonable si se observan rígidas reglas que impidan que sea el sector público el que soporte el riesgo del proyecto o lo financie en un elevado porcentaje, pero siempre se correrá el riesgo de difuminar con el tiempo unos criterios inicialmente claros. Algo parecido a lo que ocurre con ciertas empresas 'privadas' cuya actividad depende enteramente del 'cliente público'. Se habla también de cuán razonable resultaría sustituir -o complementar- los déficit nominales por otras medidas de desequilibrio presupuestario tales como el 'cíclicamente ajustado' o el 'estructural', cuyas limitaciones, por cierto, los apóstoles del 'perfeccionamiento del pacto' ni siquiera mencionan.
Resulta muy sensata la idea de primar la evolución de la deuda como indicador más fiable de la 'sostenibilidad'
Queda, por último, la idea de primar la evolución de la deuda como indicador más fiable de la 'sostenibilidad' de las finanzas públicas, de tal manera que un país podría superar el límite del 3% si su deuda viva está por debajo del 60% del PIB. En mi opinión esa última es la más sensata de todas las sugerencias, pero su aplicación requeriría aclarar algunos extremos: ¿qué superávit primarios serían necesarios para comenzar a reducir la relación deuda/PIB en países como Italia y Bélgica?, y segundo, ¿resultaría posible llegar a acuerdos que combinasen compromisos nacionales de disciplina presupuestaria en un plazo, digamos de tres a cuatro años, con el diseño de esquemas flexibles para las políticas contracíclicas -qué impuestos reducir o qué gastos incrementar- adecuadas en cada país?