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Tribuna
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Apuntes para la reforma

La reforma de la Ley Contencioso-Administrativa cumple cinco años de vida. El autor resume los aspectos de la normativa que, en su opinión, necesitan ser revisados y, en concreto, la supresión de los recursos de apelación y el criterio 'contra actione'

Mi opinión es muy contraria a la reforma de la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa y a la interpretación que se viene haciendo en aspectos sustanciales. De hecho, va calando el convencimiento general de que sólo preocupa reducir el número de litigios, aun a costa de denegar el acceso a la Justicia. Me centraré en algunos puntos.

Primero. Supresión de los recursos de apelación.

En el contencioso-administrativo el Tribunal Supremo fue órgano de segunda instancia, es decir, que conoció de los recursos de apelación contra sentencias de las Audiencias Territoriales -después Tribunales Superiores de Justicia (TSJ)- y Audiencia Nacional (AN). El legislador fue muy consciente de la necesidad de este segundo amplio enjuiciamiento.

La actual Ley 29/98 plasmó finalmente el nuevo esquema diseñado por la Ley Orgánica del Poder Judicial en 1985 (adelantado parcialmente por Ley 10/92), y el día 14 de diciembre de 1998 se pusieron en marcha los juzgados de lo Contencioso, lo que ha dado lugar a que los asuntos que podemos considerar menores se resuelvan por los juzgados, provinciales o centrales, cuyas sentencias son generalmente apelables ante los TSJ o AN, no siendo posible recurso posterior (excepción hecha de alguno de muy poco margen para unificación de doctrina o en interés de ley).

Pero los asuntos de mayor importancia se resuelven directamente por los TSJ o AN, y sus sentencias no son apelables, sino que algunas son recurribles en casación ante el TS, cauce de estrechos márgenes en el que no cabe alegar con la amplitud que ofrece la apelación. No se permite entrar en la apreciación de los hechos.

Se ofrece así un panorama inaceptable, en el que los asuntos de importancia se juegan a una sola carta, como si los TSJ o la AN fueran infalibles en los hechos.

Debiera recrearse la apelación, incluso establecerse la regla de que los procesos comiencen siempre ante los Juzgados, con apelaciones ante los TSJ o AN, y posteriores casaciones ante el TS (como en el ámbito civil).

Segundo. Criterio contra actione de la ley y del propio Tribunal Supremo.

Lo dicho es aún más grave si se observa la sistemática dificultación de las casaciones que, con cierto amparo en la ley, se respalda por una decidida actitud contra actione del TS. Veamos algunos ejemplos:

- Cabe inadmitir casaciones en asuntos de cuantía indeterminada cuando el TS cree que el asunto carece de 'interés casacional' por no tener trascendencia general. Pero no veo cómo se puede decidir sobre tan endeble base; si hay un ámbito en el que debería eliminarse la discrecionalidad, éste es el de la predeterminación de los cauces de impugnación de que el justiciable goza y que debe poder conocer con suficiente seguridad desde el principio.

- Se establecen obstáculos formales difícilmente justificables, por ejemplo en la preparación de la casaciones contra sentencias de los TSJ, al exigirse detalle de infracción de normas estatales o comunitarias; he tenido ocasión de criticarlo en otro lugar ('El preocupante renacimiento del formalismo procesal. La preparación del recurso de casación contencioso-administrativo', revista El Derecho, 15 de mayo de 2000).

- Cuando se impugna el justiprecio expropiatorio de una finca perteneciente a varios copropietarios, la cuantía a efectos de casación debe dividirse por cuotas, de suerte que si alguna no alcanza 150.253 euros, la casación es inadmisible, y ello pese a que la finca es una y único también el acuerdo del jurado (parece que también obstaculizará el recurso de la Administración).

- La transitoria primera.2 de la ley ha permitido una nueva barrera interpretativa al atribuir valor de segunda instancia a las sentencias dictadas por los TSJ porque no estaban en marcha los juzgados, de manera que estos fallos no son susceptibles ni de apelación ni de casación (no se tiene en cuenta que el párrafo 2 es completo en sí mismo y que la norma es transitoria y quedó sin objeto desde el momento en que los Juzgados entraron en funcionamiento el mismo día de su vigencia -14 de diciembre de 1998-, cosa de la que se dudaba cuando la ley se elaboró).

Lo destacable, por encima ejemplos, es que casualmente la conclusión se vence siempre del lado de la inadmisión de los recursos. Y está abierta la veda para la aportación de ideas. Los litigantes no son personas que se dediquen a dar trabajo incómodo a los jueces, no son un enemigo ni claman justicia graciable, sino que tienen derecho a ella. Por eso este tipo de leyes e interpretaciones no ayuda al buen nombre de la justicia. Y lo malo es que el Tribunal Constitucional, ocupado con la inadmisión de amparos, no está en la mejor posición para dar al formalismo procesal su justo y limitado valor (sí lo hizo, en cambio, en sus primeros y mejores tiempos). No sé si volveremos a la necesidad de manifestar en las demandas de ejecución que el objeto de las mismas es la 'absolución de pagos debidos', antigua frase cuyo olvido implicaba la automática inadmisión.

La multiplicidad de pleitos no solventa la critica. Si el fin es alcanzar buenas estadísticas sobre procesos pendientes, fácil será imponer obstáculos, por ejemplo incrementar extraordinariamente los efectos de recursos, o, por qué no, suprimir sin más el Tribunal Supremo aprovechando que, según parece, se va a modificar la Constitución en breve; en tal caso podremos estar seguros de que el número de asuntos pendientes ante dicho tribunal será cero y que la estadística será formidable. El sufrido ciudadano es lo de menos.

Socio Internacional Baker & McKenzie

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