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Tribuna
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Origen de la indisciplina fiscal en Alemania

La falta de disciplina fiscal alemana va mucho más allá de la actual crisis económica del país. Según el autor, reside en prácticas heterodoxas motivadas por políticas cortoplacistas que terminaron debilitando unas instituciones fiscales que eran sólidas

Alemania fue el primer país de la UE en recibir un aviso por déficit excesivo en 2002; hoy, un año más tarde, el Pacto de Estabilidad ha quedado en suspenso. ¿Cómo es posible que el mismo país que impulsó el Pacto de Estabilidad fuera el primero en saltárselo?

El origen de la indisciplina fiscal alemana hay que situarlo en los primeros años noventa. Entonces, los altos costes de la reunificación y las medidas electoralistas del Gobierno de Kohl debilitaron las instituciones fiscales que durante 30 años habían garantizado el equilibrio de las cuentas públicas. Los errores de aquella época se están pagando todavía.

La experiencia germana debe incitar al Gobierno español a tomar nota de los perjuicios que generan la opacidad y las inversiones fuera de Presupuesto

En términos estrictamente económicos, el proceso de reunificación fue un shock exógeno para la política fiscal alemana. Así, el superávit estructural del 0,4% en 1989 se transformó en un déficit de -5,9% en 1991. A su vez, la deuda pública pasó del 38% en 1989 al 57,1% en 1995. Aparentemente, ese brutal incremento de la deuda obedecía a la necesidad de financiar las necesarias inversiones en el Este, por lo que la acción del Gobierno no levantó mayores críticas.

Hoy, sin embargo, resulta fácil encontrar evidencia que desmiente aquella interpretación inicial. El Gobierno de Kohl, ante el reto político de la reunificación y ante dos elecciones muy ajustadas en 1990 y 1994, no sólo decidió imponer la paridad de la moneda del Este y la del Oeste, sino que también exportó a las nuevas regiones la totalidad de las instituciones laborales y las prestaciones sociales de la Alemania occidental. Aquellas decisiones de carácter marcadamente político explican que el grueso de las transferencias que se realizaron en aquellos años no fueran destinadas a la inversión, sino al consumo.

Así, mientras que las transferencias brutas al Este aumentaron de 139.000 millones de marcos en 1991 a 189.000 millones en 1997, la inversión sólo pasó de 22.000 a 33.000 millones en el mismo periodo. De esta manera, los costes laborales en el Este crecieron sistemáticamente por encima de la productividad, lo que provocó desempleo masivo y nuevos aumentos del gasto público durante el resto de la década.

Para poder aplicar todas aquellas medidas sin discusión política previa, a Kohl no le quedó otra opción que debilitar las estrictas instituciones presupuestarias alemanas, que tan eficaces habían sido hasta entonces para mantener el equilibrio fiscal. Ese debilitamiento consistió fundamentalmente en la reducción de los poderes del ministro de Hacienda, bien asumiendo personalmente algunas de sus atribuciones de control, o bien transfiriendo algunas de sus competencias a agencias externas de reciente creación dedicadas a gestionar políticas relativas a la reunificación; ese fue el caso del Treuhand (Agencia Fiduciaria) que llegó a avalar operaciones por valor de 30.000 millones de marcos.

A aquellas iniciativas de fragmentación de la toma de decisiones fiscales se sumaron multitud de programas de gasto ad hoc, revisiones de última hora en casi todas las partidas presupuestarias y voluminosos fondos especiales que no computaban como gastos o que no pasaban bajo la inspección de la poderosa Comisión Presupuestaria del Parlamento alemán. Tal fue el grado de debilitamiento institucional y de improvisación presupuestaria que entre 1990 y 1997, el Gobierno de Kohl presentó siete Presupuestos complementarios, mientras que entre 1952 y 1989, sólo se había recurrido a este mecanismo en cuatro ocasiones.

El origen de la indisciplina fiscal alemana va, por tanto, mucho más allá de la reciente crisis económica que aquel país está atravesando, ya que reside en prácticas heterodoxas motivadas por consideraciones políticas cortoplacistas, que arraigaron en su proceso presupuestario y terminaron debilitando sus sólidas instituciones fiscales sin llegar a modificarlas. Este matiz es importante, porque resulta muy difícil recuperar viejas prácticas en el seno de instituciones que nunca se modificaron oficialmente. Pero sobre todo, la experiencia alemana resulta muy ilustrativa porque, salvando las distancias, debería incitar al Gobierno español a tomar nota de los perjuicios que a medio plazo acaban generando la opacidad fiscal, las inversiones fuera de Presupuesto o los organismos autónomos mal gestionados de los que tanto ha abusado el PP durante estos años.

Pasar de primero a último de la clase de la noche a la mañana es mucho más fácil de lo que parece. Por lo pronto, si el Gobierno de Aznar aumentara la transparencia y accediera a incluir todas las partidas extrapresupuestarias acumuladas en los últimos años en las cuentas públicas, España dejaría de ser el alumno brillante que ahora parece. Si a esto se añadiera una recesión a la alemana y se retrajesen los fondos europeos que probablemente perderemos con la ampliación de la UE, entonces pasaríamos a sentarnos junto a los alemanes en los últimos bancos de la clase con mayor probabilidad de la que ahora podemos imaginar.

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