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Columna
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Un banco no tan centrado

Ciertamente no es envidiable la situación del Banco Central Europeo ( BCE). Las grandes economías están en recesión, y como nadie quiere enfrentarse realmente a los auténticos problemas de las sociedades europeas la solución que algunos Gobiernos han encontrado es la más vieja de todas; a saber, el recurso al déficit público. Y por si todo ello no bastase, ahí están las complicaciones derivadas de la apreciación del euro respecto al dólar.

Curiosamente, así como se ha comentado hasta la saciedad el efecto restrictivo que sobre la actividad de la eurozona originan esa escalada del euro y la negativa a bajar tipos, brillan por su ausencia los cálculos que cuantifican la aportación que los desequilibrios de las cuentas públicas hacen al ritmo de crecimiento de aquellas economías. Pero, con todo, buena parte de los problemas que acucian al BCE se los ha creado él mismo y desde el mismo momento de su creación. Semejante afirmación acaso escandalice a no pocos institucionistas, por lo cual conviene recordar algunos hitos de su corta historia.

El diseño del BCE estuvo influido por el extraordinario predicamento que en aquellos años gozaba el banco central alemán, el Bundesbank, considerado como el baluarte de la cruzada inflacionista, paradigma de la autonomía respecto a las exigencias de la Hacienda pública y depositario de la confianza de los ciudadanos en la actuación de una entidad inasequible a cualquier tipo de presiones.

Pero ese oropel ocultaba realidades menos halagüeñas: un sistema financiero anquilosado, un diseño de política monetaria antediluviano y una autosuficiencia institucional insufrible.

Pero como era la mayor potencia económica de la Comunidad, la sede del nuevo banco se situó en Fráncfort -a la vera del Bundesbank- y se eligió como primer presidente a un holandés manejable a cambio de negociar con los cuates franceses que éste dimitiría a mitad de su mandato para hacer sitio -¡cómo no!- a un francés.

Pero no fue esto lo peor, ya que la presión alemana llevó a otorgar la dirección de su servicio de estudios a un voluntarioso pero anticuado economista del Bundesbank, el señor Issing, y, sobre todo, a adoptar una estrategia monetaria y un sistema de control que los bancos centrales más innovadores, entre ellos el Banco de España, habían abandonado por ineficaz, pero que el banco central alemán mantuvo contra viento y marea. En esa estrategia el control de la oferta monetaria desempeñaba un papel central quedando en un segundo plano los tipos de interés porque el control de la inflación se contemplaba como un objetivo puramente mecánico.

Su actuación inicial estuvo marcada por las críticas del primer ministro de Hacienda del canciller socialdemócrata señor Schröder, el intemperante Lafontaine. El consejo del BCE resistió la presión alemana para bajar los tipos y los acontecimientos -y la dimisión del ministro- le dieron la razón, pero desde entonces ha tenido que soportar la comparación con la superficial brillantez de la Reserva Federal y de ese maestro de la confusión dialéctica que es el señor Greenspan.

Pero en verdad, sus decisiones no siempre han estado tan equivocadas como han parecido a los ojos de analistas e inversores legos. El problema reside en que esos aciertos han sido cuestión más de prudencia instintiva que de un sólido aparato analítico, imposible, todo hay que decirlo, mientras el BCE no se decida a tirar al cesto de los papeles la que podría calificarse como la herencia alemana.

A comienzos del verano el consejo del banco publicó un documento en el cual anunciaba cambios en su estrategia monetaria: primero reconocía que la oferta monetaria es un indicador poco fiable a la hora de establecer el nivel adecuado de los tipos de interés; segundo, redefinía su objetivo de inflación, dejándolo de concebir a la teutona, para insinuar que la tasa del 2% se fijaba como senda central. Este otoño el BCE inicia una difícil etapa bajo un nuevo presidente Jean-Claude Trichet. El hecho de ser éste francés no asegura una mayor competencia técnica -¡ recuérdese la penosa etapa del señor Attali al frente del BERD!- y el rechazo sueco a la incorporación de su moneda al euro no levantará los ánimos y, desde luego, reforzará las presiones para rebajar tipos y suavizar los compromisos del Pacto de Estabilidad.

Respecto a lo primero puede el lector repasar las educadas críticas que la política monetaria del señor Greenspan ha recibido en un reciente seminario en EE UU (www.kc.frb.org/publicat/sympos/2003/sym03prg.htm); en cuanto a la segunda pretensión, deberíamos preguntar a los responsables económicos de Francia y Alemania cómo es que con los déficit que exhiben, sus economías registren los menores crecimientos de la UE ¿Hasta qué nivel y por cuánto tiempo precisarán permanecer en números rojos sus cuentas públicas para salir de la actual recesión?

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