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Columna
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Revisar el Pacto de Estabilidad, más necesario

José Borrell Fontelles analiza las dificultades que atraviesa el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de la UE. En su opinión, con reglas de pilotaje tan elementales y arbitrarias como las que contiene, ningún avión volaría

Josep Borrell

Después de lo ocurrido el pasado fin de semana, la revisión del Pacto de Estabilidad y de Crecimiento (PEC) se hace más necesaria. Salvo que aceptemos que se hunda en el descrédito de las normas que no se respetan y que una coalición de los que no lo cumplen pueda impedir que se apliquen las sanciones previstas para ellos.

En efecto, el no sueco al euro tiene mucho que ver con el penoso espectáculo de un PEC mal concebido y peor aplicado. Y en la reunión de los ministros de Economía en Italia, Francia ha dejado bien claro que tampoco lo cumplirá en 2004 ante la comprensión, como mínimo, de Alemania, el Reino Unido e Italia.

A la Comisión Europea le es cada vez más difícil salvar las apariencias y no le queda más remedio que protestar airadamente frente a los incumplimientos del pacto y, al mismo tiempo, transigir con los infractores, suficientemente numerosos para rechazar sus propuestas de sanción, a cambio de vagas promesas de aplicar reformas 'estructurales'.

El 'no' del referéndum sueco al euro tiene mucho que ver con el penoso espectáculo de un PEC mal concebido y peor aplicado

Modificar en profundidad el PEC parece bien difícil, por no decir imposible, dado que el limite del 3% del déficit público está inscrito en el Tratado de Amsterdam y sólo podría ser modificado por otro tratado, lo que requeriría una impensable unanimidad. Pero sí sería posible, y razonable, adaptar su aplicación a partir del análisis de sus defectos (Cinco Días del 5 de septiembre de 2003)

En primer lugar, habría que disminuir el carácter pro-cíclico del PEC basando su aplicación en el concepto de déficit estructural, es decir, corregido de los efectos de la coyuntura. El Consejo Europeo y la Comisión han dado ya un primer paso en esta dirección aceptando medir así el progreso de los Estados miembros hacia el equilibrio presupuestario. La Comisión ha publicado su estimación de los déficit estructurales en enero pasado, pero lo ha hecho de una forma tan conservadora que coinciden prácticamente con los déficit nominales en el caso de Alemania y Francia.

En segundo lugar, habría que clarificar lo que se entiende por 'finanzas públicas en equilibrio o próximas al equilibrio a medio término'. Recuérdese, evitando la carcajada, que la Comisión había fijado la fecha de 2004 para alcanzar ese equilibrio.

Ante la imposibilidad de conseguirlo propuso después una reducción del 0,5% anual del déficit estructural. ¿Pero qué lógica tiene el establecimiento de tal senda? ¿Cómo diablos se puede saber, en medio de una coyuntura tan difícil y cambiante, que el equilibrio del déficit nominal a medio plazo requiere una disminución predeterminada y constante del déficit estructural? Con reglas de pilotaje tan elementales y arbitrarias, ningún avión volaría...

Y, además, habría que revisar la pertinencia de un equilibrio presupuestario a medio plazo. No hay ninguna razón económica que lo justifique, salvo la de recuperar márgenes de maniobra presupuestarias, para que los ingresos fiscales deban cubrir íntegramente los gastos del periodo.

El criterio técnicamente relevante es el de la estabilidad de la deuda pública con respecto al PIB y, en el actual estado de las economías europeas, esa estabilidad requiere que los países de la zona euro tengan un superávit primario, excluyendo la carga de intereses, del 0,5 % del PIB, lo que representa un esfuerzo menor que el de un presupuesto total equilibrado.

Y, finalmente, para corregir el sesgo antiinversión que en la práctica contiene el PEC, lo más adecuado sería adoptar un criterio de déficit que excluya las partidas que se desea impulsar, al estilo del golden rule que aplican los británicos, que considera la evolución a medio plazo de los déficit públicos excluyendo las inversiones. Ello exigiría que los países del euro se pusieran de acuerdo sobre los gastos que se consideran parte de la inversión pública productiva. Pero eso no es más que una convención contable como las que usan las empresas privadas.

Y no sería más difícil que ponerse de acuerdo sobre ellas que sobre la multitud de hipótesis que requiere el cálculo de los déficit estructurales. En este sentido se coloca la propuesta italiana, en su calidad de presidente en ejercicio de la UE, de relanzar la inversión pública transnacional, empezando por un nuevo túnel bajo los Alpes, de forma que esos gastos públicos se excluyan del cálculo del déficit sometido a la disposiciones del pacto. Pero esta iniciativa, conceptualmente adecuada, no está a la altura del problema, puesto que un plan de infraestructuras transeuropeas no podría aplicarse sino de forma lenta y progresiva.

Visto desde otra perspectiva, una regla presupuestaria de esta naturaleza sería un estímulo para que las políticas presupuestarias descentralizadas adopten decisiones que beneficien al conjunto de la Unión Europea, como la educación, la investigación y desarrollo, la seguridad en las fronteras o la defensa, concebidos como bienes públicos colectivos que no se pueden financiar desde un presupuesto federal europeo.

Sólo así se podrá sacar del euro todo su potencial. Y, una vez más, hay que lamentar que la Convención no haya podido definir de otra forma las reglas que enmarcan la coordinación presupuestaria de los países de la Unión.

La búsqueda del consenso se ha saldado con la vacuidad de las propuestas, de la misma forma que la impotencia se disfraza de hipocresía para seguir manteniendo la vigencia formal de normas que no se cumplen, ni se puede exigir que se cumplan y quizá no se puedan cumplir.

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