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Tribuna
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La patentabilidad del 'software'

Como abogado debería estar contento. Sin embargo, como informático, me parece que las cosas no van por buen camino.

Me explicaré. Si digo que debería estar contento si pensara sólo como abogado, es porque no me cabe duda de que, caso de aprobarse la Directiva sobre la patentabilidad de las invenciones implementadas en ordenador en sus actuales términos, el número de casos a los que voy a tener que enfrentarme como profesional del Derecho se van a multiplicar. Sin embargo, me temo que no estamos haciendo lo correcto.

Para empezar, me planteo los siguientes interrogantes: ¿De quién surgió la idea de permitir la patentabilidad del software? ¿No estaban bien las cosas como estaban? ¿Era preciso cambiarlas hasta el punto de provocar los enfrentamientos actuales? Intentaré responder.

Hasta ahora, las pequeñas y medianas compañías de software contribuían al desarrollo de la sociedad de la información aportando soluciones, ideas, innovaciones que, en buena medida, mejoraban lo que las grandes multinacionales del software habían distribuido por todo el planeta. Siempre hemos creído que este esquema, estas reglas del juego no escritas, les permitían convivir racionalmente. Cada uno, grandes y chicos, con su marco de trabajo, su cometido... y sus beneficios.

¿Quién gana, por consiguiente, patentando software? Si alguien lo hace será, sin duda, en perjuicio de la otra parte, esa misma parte con la que hasta ahora mantenía, si no cordial, sí al menos una aceptada convivencia. ¿Quién ha roto el pacto? Si no me imagino a los grandes del software perdiendo poder con la posibilidad de patentar algoritmos será porque sí me imagino a los pequeños y medianos desarrolladores -no lo olvidemos: la práctica totalidad de las empresas españolas del sector- sufriendo las consecuencias de la nueva legislación.

No era preciso cambiar las cosas hasta este extremo. Dejando al margen lo extraordinariamente inadecuada que me parece la idea de permitir patentar software, lo que sin duda afectará al desarrollo de la industria europea -y, por consiguiente, al nivel y a la calidad de vida de sus ciudadanos-, no me parece que esa industria, cuya gran baza ha sido siempre la innovación desde posiciones humildes, esté en condiciones de permitir que la actividad de miles de empresas de desarrollo de software ponga en tela de juicio sus trabajos por una posible infracción.

El software es una obra de creación, tanto como lo puedan ser las novelas que estén leyendo ahora mismo los señores del Parlamento Europeo. Hace más de un siglo, Europa se dio a sí misma el Convenio de Berna. Allí se consagró el principio de derechos de autor, principio que se ha venido aplicando al software. Cambiarlo hasta los extremos que se están manejando no me parece ni adecuado ni oportuno ni inteligente.

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