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Tribuna
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China, EE UU y los tipos de cambio

La reciente visita del secretario del Tesoro estadounidense, John Snow, a la República Popular China ha resucitado la polémica cuestión de los tipos de cambio entre EE UU y sus vecinos del Pacífico, así como los temores relativos al empeoramiento de las siempre complejas relaciones chino-americanas. Aunque son escasos los resultados del largo viaje de Snow, la aproximación de las elecciones en EE UU y la situación internacional obligan a reflexionar sobre sus motivaciones y posibles consecuencias.

Tras el ingreso de China en la OMC, y pese a incidentes esporádicos -como el polémico hallazgo de micrófonos en el avión de Jiang Zemin fabricado en EE UU-, las relaciones de ambos países pasaban por una relativa tranquilidad. Pese a que algunos analistas pronosticaban una radicalización de la política exterior americana respecto a China con George Bush en la Casa Blanca, se ha mantenido una línea muy similar a la de la era Clinton. A ello ha contribuido mucho el ingreso chino en la OMC y el cese del debate anual sobre la concesión a China del estatus de nación más favorecida. Esta ocasión era aprovechada por políticos y grupos de presión de EE UU para exigir, a menudo con éxito, más dureza con el gigante.

La reciente preocupación en EE UU sobre la supuesta infravaloración de la moneda china, y también de la japonesa, obedece precisamente a los temores de la industria americana ante la competencia asiática. Políticos americanos vinculados a grupos de presión esgrimen la friolera cifra de tres millones de empleos perdidos el último lustro, mayoritariamente por el empuje de las importaciones a bajo precio desde la otra orilla del Pacífico.

No obstante, los estudios académicos hasta la fecha no han logrado demostrar una causalidad directa y significativa entre los niveles de comercio con aquellos países y el mercado laboral en EE UU. Parecen, en cambio, más poderosos los efectos provocados tanto por la mecanización y automatización de los procesos productivos como por el cambio estructural generalizado en la economía americana y de otros países desarrollados.

Con la exigencia de una progresiva apreciación del yuan, la Administración estadounidense trata de satisfacer los deseos de los lobbies industriales en plena precampaña y en vísperas de la siempre competitiva captación de fondos para la campaña presidencial de Bush. No obstante, las motivaciones económicas de esta iniciativa son más bien frágiles, como la esperanza de que la abismal diferencia salarial entre trabajadores chinos y estadounidenses se pueda resolver con una ligera variación del tipo de cambio. Una exacerbación de los ánimos y la influencia de estos grupos -más que probable ante el año electoral-, podrían afectar gravemente a las relaciones de China y EE UU.

Al margen del dudoso impacto sobre el empleo, el abultado déficit comercial chino-americano como motivo histórico de disputa entre ambos países obedece a factores muy diversos, ajenos en muchos casos a la política económica china.

Primero, son en gran medida las empresas extranjeras instaladas en China las responsables del dinamismo exportador y las primeras interesadas en mantener el actual cambio. En segundo lugar -como claman algunos economistas chinos-, el gigante asiático debe asumir todo el coste político y de imagen del déficit con EE UU, cuando en muchos casos sólo materializa en su territorio una parte ínfima del valor de los productos exportados.

Un ejemplo clásico es el de las populares muñecas Barbie, cuyo precio en aduana en EE UU asciende a 2 dólares, cuando el valor añadido real en China es sólo de 0,35, puesto que la mayor parte de sus piezas y componentes procede de otros países y sólo la última fase productiva (el montaje a mano) se hace en China.

En medio del creciente debate acerca del tipo de cambio dólar-yuan, han surgido de forma poco casual una serie de documentos del FMI, que apuntan la conveniencia de liberalizar las transacciones financieras en los países en desarrollo. Pese a que sus conclusiones confirman una cierta relación positiva entre liberalización financiera y crecimiento, el recuerdo de la crisis asiática permanece fresco en los dirigentes chinos.

La convertibilidad del yuan, además, no es un elemento clave de atracción del capital extranjero hacia China, como sí lo fue en Argentina y el sureste asiático. Pero sus riesgos económicos y políticos son evidentes a la luz de las numerosas crisis financieras, bancarias y de tipo de cambio que han jalonado la historia reciente.

Al margen de la demagogia interna en clave electoral, EE UU tiene poco en cuenta la posición ejemplar de China en la crisis asiática de 1997-98, cuando Pekín renunció a devaluar su moneda para ganar competitividad frente a sus vecinos. Esta decisión contribuyó decisivamente a la estabilidad en la zona y demostró la madurez del país en el contexto económico mundial.

Este creciente papel estabilizador y moderador de China, tanto en el ámbito económico como político -por ejemplo, con su reciente mediación entre las dos Coreas-, debe ser potenciado desde EE UU a través del diálogo y respeto mutuos. El mantenimiento de esta línea será uno de los retos de la política exterior americana en unos meses marcados por una cita electoral que se presenta complicada para Bush.

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