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Columna
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Cuando el largo plazo se torna en corto

Joaquín Trigo sostiene que políticas que habrían suavizado el declive económico internacional, como la apertura real de los mercados, no se han aplicado en su momento. Sin ellas, asegura, la recuperación será más lenta y frágil

Hace ya décadas el político francés Alain Peyrefitte tituló un libro suyo Cuando China despierte. Alertaba del inmenso potencial del país y los cambios que produciría en el comercio y la división internacional del trabajo. Hoy China ha despertado con una gran lucidez y, con ella, lo han hecho Vietnam, Tailandia, Indonesia, India, Pakistán y otros países que buscan su lugar en el mercado mundial. Todos persiguen conseguir lo mismo que en su día hicieron los cuatro tigres: Corea del Sur, Taiwan, Singapur y Hong Kong, y avanzan en esa vía.

Los efectos de esta presencia tanto en los mercados como en las cifras agregadas son conocidos, pero lo es menos su incidencia en previsiones razonables que no se han cumplido por los cambios producidos por nuevos competidores.

Así, cuando España entró en la CEE en 1986, se esperaba una mayor integración comercial derivada de la creación de comercio (se compra en otros países lo que antes se adquiría en el propio) y la desviación de comercio (se sustituyen las importaciones de terceros países por otras provenientes de los socios comunitarios). La previsión se cumplió y desde 1985 hasta 1990 las importaciones españolas de la UE pasaron del 36,8% al 62,6%, mientras que las exportaciones pasaron del 52,3% al 71,5%.

Los operadores económicos han aprendido que la demanda propiciada por el crédito barato no garantiza la expansión y, por tanto, no impulsa la inversión

Desde la entrada de España en la CEE hubo dos acontecimientos que deberían haber aumentado esas cuotas: por un lado la adhesión de Suecia, Finlandia y Austria y, por otro, la creación del euro, que reduce costes de transacción y hace más interesante comprar a los miembros de la UE que a terceros.

Sin embargo, las cifras de integración comercial en 2002 son prácticamente las mismas que se registraban en 1990, en tanto que han crecido las de los países asiáticos (sin Japón) y de la Europa del Este y ex URSS, que han aumentado su presencia relativa a costa de Japón, EE UU y los países de la OPEP. Esto muestra el endurecimiento de condiciones de acceso a todos los mercados, incluso los de la UE.

El largo plazo también se ha hecho cotidiano en la política monetaria. Está bien establecido el vínculo entre la oferta monetaria y la variación en precios, sin embargo, la relación existente es insuficiente para hacer buenas predicciones, porque se producen retardos variables, porque la innovación financiera crea instrumentos que alteran los valores de los agregados monetarios, porque la apertura de mercados financieros internacionales permite uso de otras monedas y hasta cierto punto el crédito comercial puede suplir el financiero.

El hecho es que el aumento de la oferta monetaria en Europa ronda el 10% y tanto la evolución del IPC como la del PIB son muy moderadas. A corto plazo el aumento en la cantidad de dinero reduce los tipos de interés, con lo que mejora la holgura de las empresas y se abarata la financiación de empresas, familias y Administraciones públicas dejando libres recursos para compras e inversiones.

El resultado inmediato ha sido favorecer el consumo y el endeudamiento de familias, pero el crecimiento económico es muy moderado o, incluso, ni existe.

Puede alegarse que sin las políticas monetarias y fiscales expansivas seguidas por la UE, EE UU y Japón la situación sería menos favorable. El hecho es que los operadores económicos han aprendido que la demanda propiciada por el crédito barato no garantiza la expansión y, por tanto, no impulsa la inversión. También se sabe que la deuda pública tiene un coste y que se paga con impuestos futuros. Aun así, la economía se recuperará por la necesidad de sustituir inversión amortizada por la aparición de nuevas oportunidades y otros factores.

Cuando esto ocurra, la presión alcista de los precios obligará a aumentar los tipos de interés y eso arriesgará, o al menos debilitará, la solidez y continuidad de la expansión. Este riesgo creará presiones para frenar la vuelta a criterios sanos en el ámbito monetario y fiscal. Mientras tanto la rentabilidad de los ahorradores se ha volatilizado y, con ella, se deteriora su confianza.

Las políticas que habrían suavizado el declive actual no se aplicaron en su momento. El saneamiento del Estado del bienestar, la apertura real de mercados, la introducción de competencia, la adaptabilidad de las empresas a cambios en el entorno, la simplificación normativa y, en general, las denominadas reformas de estructura reclamadas durante años siguen ausentes.

Su efecto carece de la contundencia de la política monetaria, es menos rápido, pero más seguro y, sin ellas, también la recuperación es más lenta y su continuidad más frágil. La nueva configuración de la competencia internacional las hace más necesarias que nunca.

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