El rumbo de las reformas
Joseph E. Stiglitz defiende el papel del Estado como regulador. El autor asegura que hay pocos fundamentalistas, hoy en día, que crean que los mercados se autorregulan tan bien por sí solos que no es necesaria la intervención estatal
Los escándalos empresariales en EE UU muestran el peligro que representan los mercados no regulados: han demostrado que los incentivos funcionan, pero no necesariamente en interés de la economía en su conjunto ni tampoco del accionista común. Son fruto del mismo mantra de desregulación que se promovió en América Latina la década pasada.
EE UU debería haber aprendido la lección: la desregulación excesiva del sistema financiero en la presidencia de Reagan desencadenó la debacle de las instituciones de ahorro y préstamos, no sólo costándole al contribuyente miles de millones de dólares, sino más aún a la economía del país, debido a la asignación inadecuada de las inversiones.
Aunque haya varias empresas en un mercado, la escasez de información puede darle a cada una un cierto grado de poder monopólico. Esto suele suceder, por ejemplo, en los mercados de crédito, sobre todo en los que otorgan préstamos a pequeñas y medianas empresas, y en la comercialización de los productos agrícolas, especialmente en los países muy poco desarrollados.
No existe correspondencia entre la versión de economía de mercado que se les está imponiendo a los países en desarrollo y, por ejemplo, la de EE UU
æpermil;ste es, por ejemplo, uno de los motivos por los cuales, incluso en EE UU, no dependemos de empresas privadas para la comercialización de muchos productos agrícolas, desde las uvas pasas hasta las naranjas, sino que recurrimos a cooperativas.
Es también uno de los motivos por los cuales las coo-perativas de crédito han desempeñado tradicionalmente un papel tan importante. Como las instituciones económicas internacionales han exigido el abandono de las juntas de comercialización en varios países de África occidental, existe la preocupación, por lo menos en algunos casos, de que los agricultores se hayan beneficiado poco; el dinero que antes se utilizaba para ayudar a pagar los servicios públicos generales -y en algunos casos iba a parar a la corrupción- ahora se destina a apoyar los monopolios y mafias locales y a generar más corrupción local.
No existen teoremas generales que postulen que, en el mundo imperfecto en el que vivimos, la liberalización y la privatización contribuirán a mejorar el bienestar social general. Si bien considero que tiene sentido que el Estado se retire de algunos sectores, como el del acero, en el que no tiene ninguna función obvia que cumplir, hay otros sectores, como el agua, la energía eléctrica, el transporte y el gas, en los que el Estado tendrá que desempeñar, de una manera u otra, un papel preponderante.
Los problemas de regulación y desregulación que han salido a la luz en California y el Reino Unido, y en un sinfín de concesiones en América Latina, demuestran que la privatización no es ninguna panacea y puede de hecho empeorar las cosas. Y el proceso de privatización en sí, especialmente cuando se lleva a cabo con excesiva rapidez, es sumamente problemático.
Son pocos los fundamentalistas del mercado que creen hoy en día que los mercados se autorregulan tan bien por sí solos que no es necesario que el Estado intervenga en la política macroeconómica. Sin embargo, antes se solía decir que el Estado, sobre todo en los países en desarrollo, era el origen de la inestabilidad macroeconómica: si ejercían prudencia fiscal y aplicaban una sólida política monetaria, los países no entraban en crisis. La crisis de Asia oriental acabó con ese mito. Los países de esa región habían registrado continuos superávit fiscales y muy poca inflación. La crisis se debió a la debilidad de las instituciones financieras, producto en parte de la falta de reglamentación.
El hecho es que en la República de Corea las fábricas de acero, estatales, eran mucho más eficientes que las privadas de EE UU; que el sector energético de Francia, también estatal, es más eficiente que el privado de EE UU, y que las empresas de aldeas de China son de las más emprendedoras del mundo.
Resulta irónico que los países con más éxito -tanto los industrializados de Europa y América del Norte como las economías que crecieron en forma acelerada en Asia oriental- hayan captado intuitivamente la necesidad de un equilibrio entre los mercados y el Estado. No existe correspondencia entre la versión de economía de mercado que se les está imponiendo a los países en desarrollo y, por ejemplo, la de EE UU. En ese país, la Reserva Federal no sólo se concentra en la inflación, sino también en el empleo y el crecimiento, y cuando hay contracción se aceptan los déficit. En EE UU hay una fuerte oposición a privatizar la seguridad social; además, el Estado es uno de los principales proveedores de energía eléctrica.
El problema estriba en que los mercados financieros, y el FMI -que suele representar sus intereses e ideología-, actúan a menudo como si existiera un único conjunto de políticas dominantes que diese por resultado un óptimo de Pareto. Esto contradice lo que se enseña en una de las primeras lecciones de economía: la existencia de compensaciones recíprocas. El papel del asesor económico es señalarlas. La función del proceso político es escoger entre opciones, con conciencia de las ventajas y desventajas que se compensan. Los defensores del capitalismo al estilo de EE UU han actuado como si hubiera una sola forma de organización económica, y así lo sintieron, especialmente, tras del colapso del comunismo.
Aunque acontecimientos recientes han quitado parte de su brillo al capitalismo al estilo estadounidense, estos cruzados nunca han entendido realmente ni el sistema económico de EE UU y lo que ha hecho que funcione ni el de los demás países; han subestimado el papel desempeñado por el Estado.
De manera similar, han subestimado el éxito de otras versiones del capitalismo, como la de Suecia. Han descrito erróneamente las reformas de principios del decenio de 1990 en ese país como abandono de su tradicional modelo de bienestar social. Y eso no es verdad: Suecia ha estado perfeccionando su sistema. El grado de protección social sueco sigue siendo muy superior al de EE UU, el papel del Estado en Suecia sigue siendo mucho más amplio, y sin embargo Suecia ha sido igualmente exitoso que EE UU en la nueva economía y ha mostrado mayor estabilidad en el periodo actual de contracción económica.
Yo me atrevería a sugerir que su éxito se debe, por lo menos parcialmente, a su sólido régimen de protección social: una parte esencial del éxito es la disposición a correr riesgos, y las fuertes redes de seguridad que ofrece Suecia aumentan la capacidad y el deseo de arriesgarse de las personas.
Extracto del artículo publicado en la revista de la Comisión Económica de la ONU para América Latina y el Caribe (Cepal), en su número de agosto.