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Tribuna
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Creación de valor, individual o colectiva

Muchas catástrofes se atribuyen a errores encadenados. La agregación de conductas individualmente correctas pero coincidentes en el tiempo pueden provocar grandes desastres bajo determinadas circunstancias.

Desde esta perspectiva, resulta esclarecedor analizar la denominada nueva economía y el efecto perverso que ha tenido en los mercados financieros y por extensión en la economía real.

Todo comenzó cuando ciertos directivos percibieron el potencial de las nuevas tecnologías como fuente de crecimiento e invirtieron en nuevos proyectos empresariales creyendo que así elevarían la cotización de sus acciones.

La cobertura informativa del desarrollo de la nueva economía transmitió a la sociedad el ansia de beneficiarse de algo donde parecía que nadie perdía La nueva economía apareció cuando ciertos directivos percibieron el potencial de las nuevas tecnologías como fuente de crecimiento

El éxito inicial de estas actuaciones, convirtió la creación de valor en algo relativamente fácil. Se diseña una estrategia ambiciosa, se construyen expectativas positivas y se espera la revalorización. Daba igual que la estrategia fuese viable o las expectativas racionales, todo era indiferente porque había dinero apoyando.

Entonces los directivos contrataron consultoras y bancos para construir las nuevas teorías que cambiarían la forma de hacer negocios. El interés era mutuo, los primeros proporcionaba unas ventas cautivas a los segundos y éstos convertían sus estrategias en creíbles y sus expectativas en razonables. De esta complementariedad arrancó el círculo virtuoso de creación de valor de la nueva economía, a cambio olvidaron las necesarias murallas chinas.

Sólo faltaba un último colaborador en escena: las auditoras.

Tradicionalmente competían en un mercado maduro y con pocas oportunidades de crecimiento, pero percibieron que alrededor de sus clientes surgían nuevos negocios que podrían aprovechar. Enseguida ofertaron servicios similares a las consultoras y bancos. A cambio, abandonaron su propia independencia y dejaron de ser el garante de la comunidad inversora para convertirse en parte del negocio. Después se unieron nuevos agentes.

Entre estos propagadores rezagados destacan los poderes públicos. Movidos por el electoralismo fácil del capitalismo popular, dedicaron su presupuesto a crear mercados bursátiles, para desmantelar antiguos monopolios, etcétera. También y de una forma más interesada, trataron de participar de esta creación de valor mediante la subasta o concesiones de licencias sobre tecnologías como UMTS en el sector de la telefonía móvil o colocando en una Bolsa alcista empresas públicas.

Y de repente este fenómeno financiero se convirtió en otro mediático.

La cobertura informativa se concentraba en el éxito asociado a personas o empresas. Este enfoque transmitió a toda la sociedad el ansia de beneficiarse de este casino donde en apariencia nadie perdía.

Finalmente, otros colectivos como los propios accionistas y empleados de las propias compañías contribuyeron a inflar el globo. Deslumbrados por las revalorizaciones de las acciones y cegados por el efecto riqueza, los primeros nunca ejercieron sus derechos como accionistas y los segundos enmudecieron ante los resplandecientes planes sobre acciones y otras formas de retribución empresariales.

Ante esta locura transitoria, los escépticos optaron por mantenerse callados. Pero a muchos de ellos no les quedó más remedio que sumarse a la fiesta.

Aquellos con responsabilidad de gestión veían cómo los diferenciales de precios de su acción con respecto a los índices eran insalvables. La presión de sus accionistas les obligó a actuar y olvidar su conservadurismo. Como acertadamente sentenció uno de ellos, había que elegir entre una muerte súbita u otra lenta.

Lógicamente, muchos se acogieron a esta segunda opción y constituyeron el capital que prolongó la burbuja.

En una posición similar quedaron las autoridades bursátiles, quienes no estaban ni material ni anímicamente preparadas para este nuevo contexto. Escudadas en una falta secular de medios humanos o técnicos no tuvieron el coraje de pinchar tamaña especulación ante el riesgo político de la situación.

Todo se quebró cuando alguien comprendió que era imposible rentabilizar en unos plazos razonables todo ese capital. Empezó entonces una carrera hacia la racionalidad. Multitud de empresas se reconvirtieron e incluso cerraron. No obstante, otros eligieron mantener la ficción y una vez agotada la fórmula, no quedaba más opción que el fraude mediante fórmulas de contabilidad creativa.

Confiaban en una salida ordenada esperando una reacción de los mercados que nunca llegó. En esta huida hacia delante dejaron millones de dólares, jubilaciones, empleos, etcétera destruyendo lo que quedaba del castillo de naipes.

Aunque ahora parezca previsible este crash, casi nadie lo intuyó. Los ingentes volúmenes de información, los nuevos modelos de negocios, el reto de gestión que se planteaba, devoraban todas las capacidades intelectuales.

La vigencia de las ideas era tan breve que cuando se pretendía analizar este círculo virtuoso te encontrabas con la sensación de llegar tarde a ninguna parte. Por eso, y en contra de lo que muchos piensan, el sistema no ha fallado en esta crisis, simplemente no estaba diseñado para ello.

Se vio desbordado por las actuaciones individuales de los distintos agentes económicos. Y estas actuaciones, aun siendo correctas desde una perspectiva microeconómica, provocaron, con su coincidencia en el tiempo, un desbordamiento de las capacidades del sistema en el legítimo objetivo individual de la creación de valor en detrimento de la colectiva.

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