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El Paladar

Tres bocados de mar

Ostra de Arcade, almeja de Carril y percebe de Cedeira, los frutos más refinados de la despensa marina Refinamiento y misticismo determinan la andadura de la ostra

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rendidos en la rocas, en las bateas o enterrados en la arena, han elegido la quietud como forma de vida; de tal sosiego germinan tres de los frutos más cotizados de las fértiles costas gallegas. Son, además, frutos marinos a los que la geografía y la historia han colocado nombre y apellidos, han distinguido entre el cardumen genérico de semejantes que brotan en otros mares. La almeja de Carril, la ostra de Arcade y el percebe de Cedeira son tres pacientes y sedimentarios mariscos (moluscos los dos primeros y crustáceo el tercero) que encuentran en el litoral de estas áreas gallegas el escenario más generoso para su desarrollo vital y posterior ascensión a los altares de la gastronomía.

En las costas del Ortegal (Cedeira) el mar bate con fuerza y con frecuencia las rocas que acogen a los Pollicipes cornucopia 'más sabrosos del mundo', como reza sin pudor el lema de la Semana do Mar, la fiesta que cada año a finales de julio celebra Cedeira para homenajear al percebe; no en vano es la lonja que más marisco de esta especie contrata en toda España. La mar limpia y batida es la primera condición que precisa el percebe de calidad y también amplios periodos de sol, el agua dulce de la lluvia y la salada del mar con temperatura, salinidad y densidad adecuadas y rica en nutrientes. Las costas del Ortegal disfrutan de todas estas bondades naturales y por ello gozan de fama percebera, pero no son las únicas: en Corme, en las islas Sisargas, en Finisterre, Muxía, Vela o Cangas se capturan también magníficos ejemplares. Y su gloria la eleva el riesgo que entraña la captura de este marisco; cruces que honran a percebeiros muertos en acto de servicio brotan por todas estas costas. No exento, por tanto, de leyenda adecuadamente aderezada por su calidad, el percebe de esta parte del litoral gallego llega a las mesas para ser venerado por una creciente legión de fanáticos. Y llega con sencillez: cocidos en agua con sal (marina), escurridos y servidos calientes... 'porque hasta hoy no le ha convencido ningún intento de prepararlos de otra manera, porque hay cosas que es mejor no tocar', sentencia el crítico gastronómico que se cobija bajo el seudónimo de Caius Apicius.

A medio camino entre Pontevedra y Vigo, en el extremo de la ría que bautiza esta última ciudad, se encuentra Arcade, privilegiado enclave para el desarrollo de una de las indiscutibles preseas de la cocina española: la ostra. En esta villa, pionera en el consumo, comercialización y exportación del preciado molusco, la ostricultura constituye la principal riqueza, y con el ánimo de que siempre sea así, se celebra cada año en abril (cuando la Ostrea edulis muestra su mayor exuberancia), desde finales de los ochenta, la fiesta de la ostra en la que, en aras de la promoción, se distribuyen unos 100.000 bivalvos.

Y en Carril, pequeña parroquia ligada al Ayuntamiento de Villagarcía de Arosa, la naturaleza vuelve a prestar sus mejores aptitudes a otro emblemático marisco: la almeja, la mejor almeja, la almeja fina, la más apreciada por su sabor único y porque resiste más en el mercado y prolonga como ninguna su ciclo de comercialización. Además, sale más holgada que cualquiera de sus hermanas (rubia, japónica, babosa...) en el enfrentamiento directo con los paladares; cruda, desnuda, sin vestir en la cocina, como la prefieren los sibaritas. Pero a la marinera, aromatizada con limón, en arroces, con legumbres o con otros pescados, triunfa con la misma soltura.

Joya gastronómica y económica

Sus colores característicos, blanco, amarillo o marrón claro, delatan su calidad, que emana de un hábitat localizado en los fondos de arena limpia, en la zona intermareal y de su peculiar alimentación: a través de sus sifones extrae las partículas más nutrientes suspendidas en las aguas marinas. Su vida es sencilla: desova en primavera (la almeja posee los dos sexos separados), tras la fecundación vaga en estado de larva hasta los 15 días y después se entierra en la arena (cierra herméticamente sus valvas para aislarse del exterior) donde es capturada con sachos y rastrillos.

Natural o cultivada

La ostra de valva inferior convexa y superior plana, la Ostrea edulis nacida en la villa gallega de Arcade (nada que ver en tamaño y sabor con la que procede de Francia) adquiere sus merecidos títulos de delicado manjar, reina de los mariscos, etc., a partir de los 10 centímetros de tamaño (generalmente cuando ha cumplido los dos años). Siempre, por supuesto, que se parta de un tratamiento en fresco; es decir, vivas, de lo contrario tampoco podrá cumplirse otro de sus adagios preferidos: llena la boca de mar. Su vida transcurre adherida a las rocas, enterrada en la arena o bien prendida en bateas, si es cultivada.

Un molusco espiritual

Una añoranza del mar', 'un sabor espiritual'... también el escritor gallego Álvaro Cunqueiro veía en la ostra algo más que un marisco, o al menos no un marisco de catón, sino el marisco. 'Ningún otro fruto del mar recoge mejor su sabor fresco, salado y un punto amargo; es la quintaesencia del mar', sostiene el escritor y gastrónomo Lorenzo Millo. Además, probablemente estaría en el origen de la cultura marinera, como defiende la erudita María Mestayer, marquesa de Parabere, porque no requiere aliño para triunfar en la mesa, por tanto, sería de los primeros alimentos que tomaran los habitantes de las orillas del mar. En India y en Egipto se veneraban, pero es en Grecia donde alcanza uno de los usos más nobles, si no lo fuera ya el gastronómico: la ostra se convierte nada menos que en el emblema de la democracia. Su concha se empleaba en las votaciones: 'Arístides fue desterrado por una mayoría de ostras', rezan las crónicas griegas en el origen del término ostracismo. Y sigue la historia de la ostra rozando el mito cuando los mismos textos griegos reconocen que uno de los mejores enclaves para la germinación del molusco no era otro que la isla de Lesbos, donde sabios eminentes se echaban al mar para sus visitas nocturnas a Eros.Pero en la cocina, Roma les propina un uso y disfrute mucho más sibarita: los cocineros romanos la servían en montañas de nieve o cocidas y sazonadas con su famosa salsa de garum (condimento elaborado a partir de las vísceras de pescado prensadas). Dada la devoción por este molusco, Roma pronto hubo de inventar un sistema para tener ostras siempre a mano todo el año; un romano, Sergio Orate, fue el precursor de la ostricultura 250 años antes del nacimiento de Jesucristo. Más de 2.000 años después la pasión por este marisco no ha decaído ni un ápice; tampoco en el siglo XIX, cuando el ideólogo de la gastronomía, el druida jefe de esta tribu de gulosos, Jean Anthelme Brillat Savarin narra la avidez reinante en la época de atiborrarse de ostras: 'El señor Laperte, escribano del tribunal del departamento, se lamenta de no haber podido hartarse nunca de comer ostras; decidí procurarle tal satisfacción y le invité a comer. Le acompañé hasta la tercera docena, a partir de la cual dejé que siguiera solo; llegó hasta la trigésima segunda, para lo que dedicó más de una hora pues no era muy hábil abriéndolas; entre tanto yo permanecía inactivo y como esto es muy penoso en la mesa, detuve a mi invitado en el momento en el que más atareado estaba. Mi querido amigo, le dije, el destino no quiere que os atiborréis hoy de ostras, comamos. Comimos, en efecto, y él se comportó con el ánimo y el aire de un hombre que estuviese en ayunas'. Savarin resalta la obsesión ya extendida en su época de ingerir las ostras por gruesas, esto es, doce docenas, o lo que es lo mismo, 144 ostras, tras lo cual sus contemporáneos 'comían muy bien'.

La quietud exquisita

La lonja que más percebe comercializa se nutre principalmente de las costas del Ortegal y puesto que sus rocas alojan, probablemente, a los ejemplares más deseados de toda España, el marchamo Percebe de Cedeira ha quedado ya registrado como aval de lo más granado de esta especie de crustáceos. A las batidas rocas del Ortegal los Pollicipes cornucopia llegan tras andar a la deriva en el mar mientras son larva. Después se aferran a la piedra mediante su peculiar líquido adhesivo y allí se estabilizan hasta lograr su tamaño comercial (5 x 2,5 centímetros) a los seis meses.

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