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Tribuna
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Una visión antropológica de la empresa

Una empresa es algo más que comprar barato y vender caro. Lo que está en juego es algo mucho más serio: el crecimiento personal y profesional de los que allí bregan a diario, que, en definitiva, son los que sacan el trabajo adelante y están en las trincheras del negocio en el día a día, aunque parezca que todavía muchos socios y muchos directivos de primera línea no se hayan dado cuenta.

Con gran acierto, el profesor Fernández Aguado -profundo conocedor del ser humano- ha venido a denominar a las personas en ciertas entidades como 'cuentas de explotación con patas'. Así es. Con demasiada frecuencia se pone el énfasis en lo económico, descuidando con igual facilidad lo antropológico.

Dirigir es lograr rendimientos sin dañar a las personas. Conseguir compatibilizar ambas cuestiones es vital para la permanencia de la organización en el medio y largo plazo.

Algunas de las aportaciones que se presentan hoy como novedosas no son sino una copia de lo que los clásicos concluyeron tiempo atrás

Patologías directivas hay muchas, pero una muy extendida entre la alta dirección de las empresas es la de la prepotencia

No conviene olvidar que 'las mejores estrategias fracasan si no cuentan con las personas adecuadas para llevarlas a cabo'.

Tener lo humano como algo secundario en el ámbito de lo mercantil tiene a la larga consecuencias nefastas. Si a alguien no se le trata como es -como una persona simplemente-, antes o después -¡en cuanto se puede!- esa persona acaba emigrando de esa empresa a otra parte.

Por desgracia, la madurez en el arte de dirigir sigue siendo una asignatura pendiente entre nuestros directivos. Mientras la formación en finanzas, en contabilidad, en valoración, en análisis financiero... ha sido una preocupación permanente, la formación en las habilidades directivas -que facilitan el ejercicio de un liderazgo eficaz en la empresa- continúa siendo un tema lejano para muchos dirigentes empresariales.

La cuestión no es para tomársela a la ligera. Una cosa es gobernar -esto es algo que puede hacer cualquiera- y otra bien diferente, gobernar bien (o dirigir). Y aquí radica el problema, cuando los directivos asumen competencias para las que son incompetentes.

Dirigir exige calar en lo más profundo del ser humano: saber quién es, qué le mueve, cómo piensa, cuáles son sus anhelos y cuáles son sus preocupaciones más íntimas, para, de este modo, ayudarle a alcanzar la plenitud como persona (el deber ser).

Uno busca realizarse allí donde está -bien por gusto o bien por obligación-, y el dirigente empresarial es un facilitador de esta labor.

Sólo cuando uno se encuentra a gusto allí donde desempeña sus tareas está en condiciones de dar lo mejor de sí mismo; de otro modo, lo que se hace es cumplir sin más.

La alta dirección de una compañía tiene en sus manos una responsabilidad mayor de lo que pudiera parecer a primera vista.

Sus actuaciones son siempre un referente para sus subordinados. Con nuestros actos contribuimos a que los demás se conviertan en mejores o en peores personas, y más aún cuando uno ocupa puestos de gobierno.

Patologías directivas hay muchas, pero una muy extendida entre la alta dirección es la de la prepotencia. El directivo prepotente es aquel que cree que nunca se equivoca y que los demás no están a su altura. Son aquellos directivos que no admiten que la vida admite ser contemplada desde diversos ángulos.

Son aquellos que cuando las iniciativas de sus colaboradores no van en la dirección deseada las silencian de manera despiadada, restando objetividad a sus actuaciones y decisiones, lo que les devalúa.

Como siempre hay camaradas que les rinden pleitesía -ésos suelen avanzar en la empresa con mayor rapidez que nadie-, piensan que son los demás los que se equivocan, sin pararse a pensar que tal vez los equivocados sean ellos mismos.

Su altanería -como no podía ser de otra manera- les conduce sin ningún tipo de escrúpulo a cortar cabezas, generalmente las de los más valiosos -las de aquellos empleados que no aceptan la disciplina germánica de sus juicios-, lo cual tiene consecuencias enormemente dañinas para el clima de la organización y de los que allí se quedan.

No estaría de más que aquellos que padecen tal patología se pusiesen en manos de un coach -pero esto es complicado, reconocer sus limitaciones no es algo que les caracterice- que les hiciese ver las cosas con más claridad y amplitud de miras.

¿Hay algún artífice tan hábil que puede hacerse a sí mismo?, se preguntaba San Agustín. Ciertos gobernantes piensan que como saben mucho de algo -de finanzas, por ejemplo-, también saben mucho de todo -de marketing, de personas, de estrategia...-, y esa ignorancia les aparta de la verdadera sabiduría.

Leer a los clásicos -también ha insistido sobre esta cuestión Fernández Aguado- es otra terapia recomendable.

Analizar a Sócrates, Platón y Aristóteles -por señalar tres referencias antropológicas fundamentales-, que dedicaron gran parte de su tiempo a conocer y profundizar en la razón de ser de los comportamientos humanos y así dar una explicación oportuna del hombre, es otra alternativa interesante.

Muchas veces sus reflexiones son una fuente inagotable de sabiduría de la que no es difícil extraer lecciones de gran utilidad -y de gran actualidad- para analizar y entender la realidad y así mejorar el comportamiento propio y de los demás.

Es más, algunas de las aportaciones intelectuales que se presentan en nuestros días como novedosas no son sino una copia inteligente de lo que nuestros antepasados clásicos concluyeron tiempo atrás.

En resumidas cuentas, lo que falta en las organizaciones es un poco más de antropología, o lo que es lo mismo, una visión más humana de lo que es la realidad de la empresa y de la vida misma.

El fin último de una entidad mercantil, lo que justifica su razón de ser y da sentido a su existencia es la obtención de beneficio, y cuanto más, mejor.

Sin embargo, junto a este hay otros fines -sobre todo de tipo antropológico- que van de la mano, porque de otro modo, igual que sucede cuando se levanta una casa sobre materiales de barro, eso antes o después se viene abajo.

Quien no contempla la actividad mercantil más allá de lo meramente económico, no tiene visos de supervivencia a largo plazo (en algunos casos ni siquiera a corto).

'Toda organización', señala J. M. Rodríguez Porras, 'es esencialmente una obra humana en cuanto que, en primer lugar, es fruto del esfuerzo humano y, en segundo término, se compone de hombres. Por este motivo, todo intento por comprender una organización debe empezar por el estudio del hombre'.

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