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Columna
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Empleo y movilidad geográfica

Manuel Pimentel subraya que urge establecer en España nuevos mecanismos de intermediación laboral, que hoy sólo pueden realizar el Inem y los servicios autonómicos. El autor propone que también se introduzca la gestión privada

Como cada verano, una noticia nos sorprende. Varios miles de jornaleros andaluces se marchan a la vendimia francesa, donde trabajan durante toda la campaña de recolección de uva.

Pero ¿no nos dicen que en España nadie se mueve para buscar un trabajo? ¿No habíamos quedado que los andaluces no quieren trabajar en el campo y que sólo aspiraban a cobrar el PER? ¿Cómo se explica entonces esta migración laboral de campaña? Pues por dos razones muy claras. Una, porque la diferencia de salario todavía les sigue compensando, y dos, porque estas campañas están organizadas en un ejemplar ejercicio de intermediación laboral. Los sindicatos organizan el viaje en tren, los jornaleros tienen asegurados un número determinado de días de trabajo, así como garantizada la vivienda.

Si observamos la realidad española nos encontraremos justamente lo contrario. Apenas hay diferencia salarial ente unas regiones y otras, dado que la mayoría de los convenios tienen eficacia nacional, y, además, el asunto de la vivienda es prohibitivo. Sólo con estos dos mimbres ya tenemos la canasta hecha: casi nadie se mueve de su región para ir a trabajar en otra.

La movilidad laboral entre regiones en España es baja, lo que pudiera resultar paradójico por la diferencia de tasa de desempleo entre unas y otras

Aunque la actual movilidad geográfica interna en el mercado de trabajo español es escasa, nuestra reciente historia, por el contrario, está caracterizada por las grandes migraciones. Durante todo el siglo XIX y principios del XX hacia América, y durante los sesenta y principios de los setenta hacia Europa y hacia las regiones ricas de España, como Cataluña o el País Vasco. Casi dos millones de emigrantes españoles siguen viviendo en el extranjero, y más de un millón de andaluces en Cataluña.

Basten estas simples cifras para dar una idea aproximada de la entidad del fenómeno, que llegó a ser considerado como un auténtico éxodo masivo en algunas zonas deprimidas del interior de España.

En España, una media de 135.000 personas cambian de domicilio al año. Así, entre 1987 y 2001, dos millones de españoles cambiaron de ciudad. El 45,1% lo hizo entre ciudades de distintas comunidades autónomas, mientras que el 54,9% lo hizo entre localidades dentro de la misma región. Cada año que pasa esta desproporción se incrementa. En la actualidad, el 60% de la movilidad existente es intracomunitaria, en el interior de una misma comunidad autónoma.

Y, como dato significativo, resaltar que casi el 75% de los movimientos intrarregionales, son en verdad intraprovinciales, esto es, cambios entre poblaciones de una misma provincia. Por tanto, casi el 50% de los cambios de residencia se realizan en el seno de una provincia.

Es cierto que los grandes movimientos de población han desaparecido en la actualidad, aunque existen dos tipos de movilidad geográfica no suficientemente valorados, a pesar de su intensidad, como son el caso de la gente joven que sigue abandonando las áreas rurales -existen enormes extensiones en Castilla y León o Aragón, por ejemplo, que se desertizan poblacionalmente- por un lado, y el de los jóvenes cualificados que se trasladan a las grandes ciudades, sobre todo Madrid y Barcelona, por otro, atraídos por la superior expectativa de desarrollo profesional.

Pero, a pesar de esas excepciones, es cierto que nuestra movilidad laboral entre regiones es baja, lo que pudiera resultar paradójico, ya que existen unas con un desempleo superior al 18%, como Andalucía, y otras con pleno empleo, como La Rioja o Navarra, con un 4,4% y un 4,6% respectivamente.

¿Qué es lo que ocurre para que antes se movieran los trabajadores y ahora no? Pues algunas causas son bien conocidas. En primer lugar, la negociación colectiva y la implantación de las prestaciones sociales propias del Estado de bienestar han ocasionado que el estímulo para trasladarse a regiones lejanas a trabajar haya disminuido. No existe diferencia de salario ni de renta que lo justifique, si aplicamos un pequeño análisis coste/beneficio.

En segundo lugar, las tradicionales regiones emisoras de emigrantes también han visto mejoradas sus tasas de empleo y de calidad de vida, por lo que el gradiente existente con las regiones más ricas se percibe menor.

En tercer lugar, y en la actualidad con un peso muy destacado, el alto valor de la vivienda hace inviable muchos de los traslados. Comprar o alquilar una nueva vivienda en la zona destino consumiría gran parte del salario que se podría ganar. El neto resultante será inferior, con mucha probabilidad en el caso de salarios medios y bajos, al que se dispondría en su ciudad de origen.

Y, por último, la inexistencia de mecanismos de intermediación laboral en nuestro país. La intermediación laboral, que casa la oferta con la demanda de trabajo, está expresamente prohibida en España. Sólo pueden realizarla el Inem y los servicios autonómicos de empleo. Su eficacia en la tarea es aún muy limitada. Urge pues establecer esos mecanismos de intermediación -introduciendo también gestión privada-, a través de los cuales cualquier ciudadano pudiera conocer las posibilidades de empleo a lo largo de todo el territorio nacional en primera instancia, y pronto en todo el suelo europeo.

Con todos estos precedentes, resulta difícil de creer que la movilidad para trabajadores españoles de baja cualificación, y por tanto bajos salarios, se incremente sensiblemente. Sí lo hará la movilidad de los jóvenes cualificados, que seguirá incrementándose en el tiempo. Una variable que no hemos considerado en el artículo es la influencia que la inmigración está teniendo en nuestro mercado de trabajo y su movilidad. Ya hablaremos de ello.

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