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Columna
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La reactivación se hace esperar

Las medidas de política económica y fiscal adoptadas para reanimar la economía de los países industrializados continúan sin tener éxito. Cada mes aparecen datos contrapuestos que dan y quitan esperanzas de una pronta vuelta a un crecimiento enérgico del nivel de actividad.

El paso del tiempo sin conseguir esos resultados da lugar a que los elementos de fragilidad de la próxima recuperación se acentúen arriesgando hacerla más débil y, además, la ausencia de éxito lleva al relajamiento de buenas prácticas en la gestión de los asuntos públicos y de la disciplina que las Administraciones públicas deben imponerse en aras a un buen gobierno y, al tiempo, se toman decisiones que suponen frenos a la eficiencia, a veces incluso sin considerar debidamente su pertinencia ni sus implicaciones.

La política fiscal expansiva, que en nada ha servido para el crecimiento económico en Japón, a pesar de su profundidad y la continuidad con que se ha venido aplicando, se aplica en otras partes. En EE UU, el equilibrio presupuestario obtenido en la Administración Clinton fue motor de una fase de crecimiento económico elevado a la que aportó expectativas de estabilidad en la presión fiscal. En la actualidad, el aumento del gasto y la reducción en los impuestos anticipa déficit mayores que, antes o después, incidirán en el aumento de la tributación y en el coste del crédito, por más que la Reserva Federal rebaje los tipos de interés, ya que la financiación recibida del exterior se encarecerá en respuesta a su mayor demanda de crédito.

El descenso en los intereses mejora la cuenta de explotación de las empresas, pero no es suficiente para impulsar la compra de bienes de equipo

En Europa es comprensible cierto desequilibrio presupuestario de las Administraciones públicas por circunstancias sobrevenidas, esto es, reducción de ingresos por menor crecimiento y aumento de gasto en cuantía superior a los ahorros que se puedan obtener por otras vías. Sin embargo, de ahí no se deriva que por la respuesta a una situación coyuntural se olviden los costes y riesgos de toda índole que el déficit impone a los ciudadanos y, menos aún, se teorice su bondad por la vía de equiparar déficit cero a gasto nulo, como si todo debiera financiarse con emisión de deuda.

El aumento de la oferta monetaria ha acompañado las políticas de gasto público. A corto plazo abarata el coste del crédito y hace más atractivo el gasto en vivienda, en consumo y la inversión empresarial. El gasto inducido por esta medida aumenta el endeudamiento de familias e impulsa el alza de los precios. Es posible que en lo inmediato los precios no respondan porque la oferta siga excediendo a la demanda, pero la presión alcista se materializará cuando se produzca el rebote del crecimiento y creará dificultades de pago que le perjudicarán.

Para las empresas, el descenso en los intereses mejora su cuenta de explotación, pero no es suficiente para impulsar la compra de bienes de equipo, pues ésta sólo crecerá si se generan expectativas sólidas de recuperación de los fondos invertidos.

El problema está en que con el aumento del volumen de deuda la renta ya asignada a pago de créditos subirá cuando lo hagan los intereses, lo que también ocurrirá para las Administraciones, de modo que la parte disponible para otros gastos quedaría por debajo de lo necesario para justificar la inversión.

El momento actual tiene la peculiaridad de la sincronización de la fase de estancamiento, con lo que no hay ningún país grande que tire de los otros. La debilidad de la demanda interna se traduce en endurecimiento de la competencia y descenso de márgenes empresariales, lo que es un factor adicional que perjudica la propensión a invertir. Los países que, como España o el Reino Unido, aún mantienen un crecimiento positivo, a pesar del aumento en su déficit comercial, no tienen masa crítica que les dé una función motriz de la economía global y, al tiempo, ven que su expansión está por debajo de su potencial y no se traduce en mejores resultados en materia de empleo.

Los rebrotes proteccionistas, como ocurre con el acero en EE UU, desvían la inversión hacia actividades relativamente ineficientes, elevan el coste de actividades relacionadas con el producto y crean la tentación de reacciones similares, por lo que dan lugar a una redistribución regresiva.

La intervención en los mercados monetarios crea un precio del crédito artificial que perjudica a los ahorradores, pues perciben una rentabilidad real efectiva nula o negativa, en beneficio de quienes se endeudan. La regulación restrictiva de la actividad económica, en lo que tiene de innecesaria o efectiva, es un coste no productivo que crece continuamente a pesar de los reiterados llamamientos a su simplificación. Conjuntamente con lo anterior, esta constelación de acciones y omisiones configura el peor terreno de cultivo para la confianza, sin la que no hay inversión, ni empleo, ni reactivación.

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