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Columna
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Francia y Alemania

Tras la guerra de Irak, Francia y Alemania vuelven a llegar a un acuerdo. Carlos Solchaga cree que en realidad mantienen una postura defensiva que no avanza en la línea de la integración europea

Las cosas son como son. Francia y Alemania representaron la posición dura de Europa frente a la estrategia de Estados Unidos de invadir Irak. Cierto. Pero lo hicieron de la peor manera y por las razones menos confesables. Las formas las traicionaron por tomar la decisión de oponerse en el Consejo de Seguridad a Estados Unidos sin consultar con el resto de los miembros de la UE y tratando de imponer su voluntad dentro de ésta. Las razones, en el caso de Alemania, darle caché a una decisión ya tomada por motivos electorales en el verano de 2002; en el de Francia, la defensa de sus intereses en Irak y el sueño gaullista de encabezamiento de una posición confrontada con la política de Estados Unidos no parecen las más dignas ni las más sensatas. Todo lo cual, sin embargo, no presta ninguna legitimidad a la guerra de Irak ni refuerza políticamente a quienes la desencadenaron haciendo caso omiso de la posición del Consejo de Seguridad de la ONU.

Ahora se anuncia que Francia y Alemania, otra vez de manera un tanto artera, han llegado a un nuevo acuerdo por el cual Alemania respaldará el propósito francés de destrozar la tímida reforma de la política agrícola común y Francia respaldará el objetivo alemán de cargarse el nuevo código de la UE sobre fusiones y adquisiciones de empresas desde posiciones conservadoras. El efecto de la primera medida sobre la posición internacional de Europa, no sólo en las negociaciones de Doha, sino en sus relaciones generales con los países menos desarrollados, es enormemente negativo. El de la segunda es poner un nuevo obstáculo al desarrollo de la integración real de la economía de la unión monetaria por parte de un país, Alemania, cuyas estructuras societarias y financieras están particularmente anticuadas.

Ambos países, en este otro terreno de manera más transparente, han acordado también respaldar la propuesta constitucional de la Convención Europea presidida por Giscard d'Estaing, y con su aproximación en este caso a Reino Unido ha despejado la cuestión sobre el futuro de dicha propuesta, que, sin duda alguna, saldrá adelante. La propuesta, por lo demás, es realista y avanza en la línea de la integración supranacional. Pero, una vez más, el esfuerzo por hallar una posición común mayoritariamente compartida parece haber dejado mucho que desear como puede atestiguar el Gobierno español, que ha asistido igualmente impotente al acuerdo franco-alemán sobre política agraria.

Tanto Francia como Alemania, por otro lado, se están enfrentando al desafío de llevar a cabo importantes reformas económicas y sociales con el fin, entre otros, de facilitar la recuperación de la actividad en sus postradas (más la alemana que la francesa) economías y lo están haciendo con bastante poca fe y sin mostrar ni uno ni otro Gobierno una significativa capacidad de liderazgo.

Estos son los hechos que indican con poca incertidumbre que nos encontramos dentro de la Unión Europea con una crisis larvada de las más importantes de su historia que afecta a lo que ha sido desde su origen la columna vertebral de su estructura, la relación franco-alemana. No es que en este momento esté en tela de juicio el entendimiento entre el Gobierno conservador de Chirac y el progresista de Schröder. Se diría al contrario, que la capacidad de los mismos para alcanzar acuerdos es mayor que los de sus predecesores en muchas épocas anteriores. Lo que está en duda es su capacidad de liderazgo dentro de la UE, porque muchos de estos acuerdos son fundamentalmente defensivos, no avanzando en la línea de la integración y la transformación estructural que ésta requiere y porque se están equivocando al tratar de imponerlos al resto de los socios europeos cuando carecen de liderazgo suficiente dentro y fuera de sus propias fronteras.

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