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Columna
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Las expectativas defraudadas

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay valora las consecuencias del resultado de las elecciones municipales y autonómicas. El autor considera que los votantes se han dejado guiar más por intereses locales que generales

Una de las cosas que nos enseña el juego democrático es la necesidad del respeto a la libre decisión de los ciudadanos. Hace algunos años el nivel de acierto atribuido a los sondeos de opinión motivaba que, conocidos los resultados electorales, casi todos los centros demoscópicos reclamaran la paternidad de su anuncio temprano. La verdad es que no siempre el acierto era inequívoco, ni mucho menos. Pero tanto los intereses de las empresas demoscópicas como los de los medios de comunicación que patrocinaban sus estudios operaban de consuno para subrayar aquello en lo que se había acertado, correr un tupido velo sobre los errores y explicar (a posteriori) las convincentes razones que habían producido la desviación de tan fundados pronósticos.

De un tiempo a esta parte existe menor convencimiento en la infalibilidad de los sondeos, lo que no es de extrañar, puesto que el personal ha visto ya demasiadas desviaciones para seguir llamando con tan piadoso nombre a los errores manifiestos. Y, por si fuera poco, la gente ha constatado con asombro la facilidad con que los institutos demoscópicos prefieren equivocarse en grupo -pero protegidos de la intemperie- a correr el riesgo de acertar o equivocarse en solitario -que, al parecer, resulta muy inclemente-. Quizás por esta razón algunos de los sondeos a pie de urna con que las emisoras de radio y televisión entretienen la espera del escrutinio tienen tan poca credibilidad y generan tantas sensaciones equivocadas. Aunque, eso sí, casi siempre en línea con las opiniones asociadas a las respectivas audiencias.

Las últimas elecciones municipales y autonómicas han vuelto a confirmar la importancia del factor humano por encima de las previsiones presumibles y de los datos derivados de algunos estudios de campo. No puedo menos que celebrar la capacidad de los ciudadanos para sorprender a los expertos. Siempre me ha parecido más un pequeño triunfo de la libertad que un fracaso de la sociología. La democracia todavía produce algunas sorpresas que resultan saludables, incluso si uno deseara otras sorpresas y en diferente dirección.

Veamos dos o tres lecciones de este proceso electoral. La primera, sin duda, es el ascenso del PSOE y su primacía electoral sobre el PP. Como hacía tiempo que no ocurría (desde 1993 exactamente), la cosa tiene alguna importancia. Sin embargo, dadas las expectativas creadas, especialmente las difundidas en los últimos días y aun en la noche electoral, la victoria del PSOE parece menos relevante; a lo que contribuye no poco el reducido aumento en el número de instituciones locales o regionales controladas.

La segunda gran novedad es el importante aguante del PP en términos de votos recibidos, tanto más notorio a la vista del deterioro exponencial de su imagen pública en los últimos dos años. Un hecho que lleva a preguntarse por los motivos del comportamiento electoral de los españoles y que resulta imposible explorar en unas pocas líneas. Porque una de dos: o era cierta la imagen de deterioro del Gobierno del PP o no lo era. Si admitimos con las encuestas del CIS -y de otros muchos centros demoscópicos- que tal imagen no es una invención malévola de los adversarios del Gobierno, sino el resultado de algunos hechos conocidos y de decisiones claramente contrarias a los valores y deseos de los ciudadanos, la única conclusión legítima que puede extraerse es que semejante pérdida de imagen no parece haber sido decisiva en la virtualidad electoral del PP. Y para seguir el argumento lógico: o bien el conjunto de sus electores no la han tenido en cuenta, o - más plausiblemente- han tenido en cuenta otros argumentos, a los que han dado mayor ponderación a la hora de tomar sus decisiones de voto. Lo que conduce inexorablemente a pensar que, al revés de lo que se ha pretendido en la campaña electoral, el peso local o autonómico de los problemas y de las soluciones ha actuado como una referencia mucho más intensa para los electores que los asuntos de carácter general o de los que se derivan del análisis del comportamiento del Gobierno del PP. Como si los electores -en muy buena medida- hubieran dicho que esta vez tocaba otra cosa, no el juicio al señor Aznar, por sus decisiones de gobierno. De nada sirve que la oposición haya pretendido deducir un juicio (en negativo); como no sirve que el propio señor Aznar intente ahora interpretar los resultados en términos de un refrendo (positivo) a su política, que tampoco se ha producido.

La tercera consideración tiene que ver con el futuro. Si la decepción que algunos sienten hoy porque su victoria ha sido menos visible de lo esperado (y muchísimo menor de lo deseado) y la satisfacción que otros experimentan por los resultados obtenidos (y, de modo especial, por los que temían poder obtener) guardan relación con alguna de las razones esbozadas, la conclusión no puede ser más inquietante tanto para unos como para otros.

Si lo ciudadanos esperan a otro momento para hablar del Gobierno de España, eso no significa que se hayan olvidado de lo que piensan del actual Gobierno. Los que han suspirado el domingo pasado ante el temor de lo que se les venía encima, supongo que tienen buenas razones para esforzarse por cambiar en el futuro. Claro que quienes pretendan fiar el futuro a la memoria de la gente en torno a las pasadas actuaciones del Gobierno (sintetizadas en decretazo, Prestige y guerra) se pueden encontrar con la sorpresa de que tampoco entonces toque juzgar el pasado sino el presente (otro presente) y, sobre todo, el futuro. Convendría, por ello, que la necesaria crítica al Gobierno viniera acompañada de propuestas definidas, claramente inteligibles.

Como es visible, la gente vota por mil motivos, por acción y por reacción, por despecho y por autodefensa, por ideología y por intereses. Y no siempre avisa del motivo predominante. Es de agradecer que, colectivamente hablando, casi nunca resulte del todo previsible.

Ayuda a creer en el peso y la importancia de cada voto y, de paso, a mantener despiertos a los que gobiernan y a los que pretenden gobernar.

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