España, primera potencia
El presidente del Gobierno, José María Aznar, puso fecha de caducidad improrrogable a su estancia en La Moncloa cuando anunció que en absoluto sería candidato para las elecciones de 2004. Esa luz que sobre todos nosotros proyecta camina pues hacia su eclipse fatal.
La decisión adoptada confirma, una vez más, la obsesión de Aznar por situarse en las antípodas de su predecesor socialista Felipe González. Se diría que el líder del PP hubiera escarmentado y actuara desde el convencimiento de que en nuestro país los sueños de permanencia se trocan casi siempre en despertares abruptos, en salidas más bien desastrosas.
En resumen, el triple propósito acariciado es el de salir en orden, encumbrado y después de haber designado sucesor, como si fuera posible abdicar de la presidencia del Gobierno. El orden guarda relación con el control de la variable tiempo, la designación del sucesor actúa como garantía de fidelidad en proporción directa a la libertad incondicionada que haya podido reservarse el dedazo del saliente, pero es fundamental también salir en la cumbre en lugar de arrastrado por el desgaste y los escándalos, ligados siempre a los intentos de perennidad en el cargo. La retirada es siempre el momento más comprometido.
Por eso, qué interesante recordar cómo el presidente de Francia François Mitterrand preparó con toda minucia la forma en que quería pasar a la historia, antes de que algún carroñero se aplicara a la próspera tarea de ajustarle las cuentas. Porque el delirio de los poderosos es pensar que también les es dado elegir el recuerdo que se tendrá de ellos y Aznar, desde luego, comparte esa ambición y a ella está entregado desde su elección por mayoría absoluta en 2000. Es decir, que si el mejor Adolfo Suárez es el de la concordia, la amnistía, el diálogo, la recuperación de las libertades y la Constitución; si el mejor Leopoldo Calvo Sotelo es el que garantizó el juicio de Campamento donde comparecían los del 23-F, el del ingreso en la Alianza Atlántica y el que hizo gala de un admirable saber perder electoral; si el mejor Felipe González es el del ingreso en la Unión Europea, el protagonismo en Iberoamérica, la universalización de las pensiones de la Seguridad Social y de las prestaciones de la sanidad pública, la reconversión industrial o la desactivación del golpismo militar; Aznar quiere ser reconocido por haber sacado a España del rincón de la historia para situarla entre las grandes potencias que deciden la suerte del mundo.
La cumbre de las Azores con el presidente americano, George Bush, y el premier británico, Toñín Blair, y aquel momento vivido en la casita pequeñita en Canadá con los pies sobre la mesa del G-8 son las referencias preferidas por nuestro Aznar.
En previsión de un cambio de ciclo político algunos se afanan en recuperar la memoria de las maneras empleadas por los del PP para alzarse con el poder, en la apoteosis del vale todo, incluidas las componendas con los hermanos Amedo y los hermanos Anson y tantas otras hermandades y conspiraciones. Entonces daba la impresión de que se quería sacar a González de La Moncloa en un coche celular con destino a una prisión de alta seguridad.
Claro que la inclemencia con el predecesor tiene una tradición muy bien acreditada en nuestro país como podrá advertirse en el seminario que, bajo la dirección del profesor José Antonio Escudero, proyecta la Universidad Rey Juan Carlos el próximo julio en Aranjuez para tratar de los validos en la monarquía del Antiguo Régimen e inquirir sobre si semejante figura persiste en la democracia.
Véase al respecto la suerte ingrata que corrieron tras perder el favor o la privanza gentes como Antonio López, el duque de Lerma, el conde duque de Olivares, Jovellanos, el conde de Aranda o Godoy y, en tiempos más recientes, Primo de Rivera.
Por eso Aznar quiere edificar su figura y garantizarse que será inatacable por los ácidos del sucesor propio o ajeno. Nada mejor para ello que figurar en el medallero del Congreso de Estados Unidos entre Churchill y Teresa de Calcuta.
Lástima lo del avión caído en Turquía que vendría a recordarnos nuestras precariedades irresueltas. Una vez más, España, púrpura y andrajo, como apuntó el clásico. Dice la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, que en España tenemos la mejor política internacional de los últimos 300 años. Pero siempre nuestras grandezas estuvieron trufadas de insolvencias. Los tercios de Flandes alternaban el combate con la sedición por falta de paga y tanto el emperador Carlos como su hijo Felipe anduvieron siempre quebrados o entrampados con sus prestamistas.
Basta comparar a Vermeer, que pinta el interior holandés, expresión de un bienestar y de una cultura admirables, y a Velázquez, dando cuenta en Las Meninas de una corte inhóspita y alfombrada de bufones. ¿Traen más cuenta los Haugsburgo o los Orange-Nassau?