Huevos con beicon
Desde que la civilización industrial empezara a reblandecerse por aquello de la automatización creciente, la globalización imparable y la continuada reducción de márgenes, las empresas han intentado sobrevivir mediante la aplicación apresurada de modas gerenciales. Que se han vendido, una tras otra, como ungüentos amarillos con los que capear las sucesivas neumonías asiáticas que sembraban los mercados de cadáveres corporativos. Y que iban buscando conjugar la desregulación total de los mercados, especialmente de los laborales, con pretender que los operarios, del nivel que fuesen, se comprometiesen conseguir objetivos y en tener afinada siempre su empleabilidad para que siguiera tocando la flauta de la competitividad.
Así, se ha pasado en un santiamén de la búsqueda de la excelencia empresarial y de la adecuación de las culturas corporativas a la calidad total, las organizaciones virtuales y la gestión del capital intelectual. Sin percatarse de que los que sufrían en sus crudas realidades laborales las consecuencias de tanto cambio habían determinado de antemano hasta qué punto estaban propensos a comprometerse. Y en qué forma lo harían si recordaban aquel viejo chiste de las escuelas de negocios sobre los grados de compromiso que cabía ver en unos huevos con beicon, según se fuese productora de huevos o sacrificado suministrador de tocinos.
Con lo que sería ocioso aclarar a qué especie de ejemplo se apunta la mayoría, por más retórica que se ponga a la hora de demostrar disposiciones entusiastas, o hacer actos de fe sobre las bondades de los mercados y lo esencial que es vender el alma para llegar a los bonos trimestrales.
Hoy, cuando las modas hablan de responsabilidad social corporativa y de no intervención de la política en las dinámicas empresariales, estos recelos se llevan más allá de los que condicionan cada compromiso particular.
De ahí que con parecidas suspicacias se vean ahora las proclamas que auguran que con la liberalización de cualquier mercado reinará la transparencia y sólo mangoneará la sabia mano que impulsa la competencia. Con lo que ya no habría más intromisiones políticas que distorsionasen precios, limitasen la marcha y proyectos de las empresas o pusiesen trabas sus nobles intentos de crecer y fortalecerse. Aunque ello se pretendiese hacer incluso mediante opas y fusiones de sectores hasta ayer fuertemente regulados. Ni cabría, por tanto, que a la hora de decidir desde un organismo regulador sobre la bondad de una iniciativa se acatasen órdenes como en los tiempos del intervencionismo. Y que además, según se cuenta en los mentideros, parecen más preocupadas por hacer caso al Papa a la hora de rechazar cualquier atisbo que pudiese dar ventajas a supuestos nacionalismos exacerbados que a evaluar las bondades de sumar termias y kilovatios.
Hoy las modas apuntan, por contra, a que los políticos no opinen ni incidan en lo que acontece en la esfera empresarial y a que las corporaciones tomen sobre sus espaldas la responsabilidad social de contribuir a que la ciudadanía viva en un entorno más sostenible y solidario.
Lo primero, como es fácil constatar, no deja de ser una ilusión más de las muchas que insuflan algunos prestidigitadores de lo público. Lo segundo no suele pasar de una mejora en la estrategia empresarial que busca acondicionar mejor la receptividad de los mercados.
Ambas, en definitiva, son fruto de fórmulas que buscan limitar los riesgos y compromisos que tendrían que asumir los gestores. En el caso de los públicos a la hora de definir políticas precisas y valientes sobre temas de gran relevancia. Mientras que en el otro lo de la responsabilidad corporativa facilita que se mejore la imagen sin más costes que los derivados de una acción social siempre limitada y bajo control y de los subsiguientes de diseño e imprenta de las vistosas memorias sociales correspondientes.
Y así, al igual que los que tienen que afanarse por seguir vendiendo adecuadamente su empleabilidad no se creen las consignas que hablan de compromisos que pueden hacer lonchas cualquier realidad personal, la sociedad sabe de antemano que detrás de los oropeles de las liberalizaciones sin cuento se siguen escondiendo los talantes intervencionistas aludidos, que poco tienen que ver con los meramente empresariales.
Pero que tiene mucho que ver con una concepción del poder que se quiere mantener gracias a la supervivencia de los modelos del monopolio en cualquier sector, incluso en la gestión de las tuberías del gas o los cables de la luz.
Pues ello permite no tener que arrostrar más riesgos que los que asumen las gallinas en su puesta de huevos sucesiva, si todo queda sólo en sospechas de seguir induciendo decisiones en los reguladores. Que son los que, en definitiva, aunque no corran riesgos de que los fileteen a ellos profesionalmente, contribuyen, con su supuesta aquiescencia a dejar la fe en los organismos garantes de la competencia, en un estado vital similar al que quedan los ejemplares de porcino gracias a los cuales es posible desayunar huevos con beicon. Quizás porque ellos están más comprometidos sólo por ser más obedientes que lo que marcan las modas que se llevan.