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Columna
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Acuerdo de capitales

El 28 de abril el Banco de Pagos Internacionales publicó el tercer documento consultivo sobre el Nuevo Acuerdo de Capital Bancario. Un acuerdo de capitales, en la banca, es una serie de normas que deben cumplir las entidades respecto a la suficiencia de sus recursos propios, que les deben permitir cubrir pérdidas inesperadas derivadas de su actividad.

Hay dos razones para este tipo de regulación. La primera estriba en la particularidad del negocio bancario. Los bancos son empresas muy apalancadas, pues la mayor parte de sus inversiones, su cartera crediticia, están financiados con recursos ajenos. Esto implica que, si el valor de sus activos cayera por cualquier razón, puede haber poco capital para hacer frente a las pérdidas, hasta el punto de que la entidad podría ser incapaz de pagar parte de sus deudas. Una entidad bancaria tiene las deudas contraídas con clientes no bancarios (empresas y familias) que pueden perder la confianza en la entidad, y exigir inmediatamente los fondos depositados, precipitando una retirada desordenada de depósitos difícil de gestionar dada la iliquidez de muchas de las inversiones del banco. La autoridad monetaria, entre otras funciones, vela por que estas crisis de liquidez no se produzcan.

Pero si la entidad llegara a no pagar sus deudas entre los acreedores podrían figurar otros bancos, por lo que la caída de una entidad podría desencadenar una caída en serie. El potencial de perturbación que tiene la caída de una entidad sobre el sistema económico es la segunda razón para exigir la suficiencia de capital. Los bancos son una piedra angular del funcionamiento de las economías capitalistas, que basan su financiación en los créditos concedidos o intermediados por estas entidades.

La industria bancaria ha ido por delante de los supervisores y a veces éstos no tienen capacidad para evaluar un sistema de gestión de fondos

Puede parecer sorprendente la afirmación de que la base de nuestro sistema económico es el crédito, no las acciones, pero está ampliamente demostrado que sólo una ínfima parte de la financiación de nuevos proyectos empresariales se realiza con emisiones de acciones (menos del 5% en la economía de EE UU). Si la financiación del gasto mediante el crédito falla -como sucede en Japón desde hace más de una década- falla todo el sistema económico. Por ello debe ser especialmente cuidadoso con la salud de las entidades bancarias.

Estas razones impulsaron un primer conjunto de reglas a finales de los años ochenta, que determinaban cuántos recursos propios debían tener las entidades bancarias con actividad internacional, sobre la base del perfil de riesgo asumido en los créditos concedidos. Hay que tener en cuenta que, en el caso de las entidades de la UE, el Mercado æscaron;nico hace que cualquier entidad internacional pueda operar en toda el área, por lo que, por definición, todas las entidades de crédito de la UE tienen carácter internacional y debieron cumplir las normas establecidas por el primer Acuerdo de Capitales.

Mediados de los noventa, se incluyeron otras fuentes potenciales de pérdidas en la actividad bancaria a las cantidades cubiertas por los recursos propios de la entidad, las originadas por movimientos inesperados de los precios de activos financieros en las carteras de negociación (riesgo de mercado).

En el primer acuerdo de capitales figuraban una serie de normas sencillas para el cálculo de los recursos propios exigidos a las entidades por los riesgos asumidos. Sin embargo, dichas normas podían no tener nada que ver con la propia operativa de las entidades. Por ejemplo, debía reservarse el mismo capital para una hipoteca por un millón de euros en el caso de una entidad que la concedía con un criterio contrastado de selección de operaciones crediticias que si se hubiera dado al tuntún. Bajo este punto de vista, la norma sobre capitales no parecía estimular una gestión correcta de los riesgos, al exigir el mismo capital para respaldar la buena gestión del crédito que la mala.

El nuevo acuerdo de capitales ha venido gestándose desde 1999 bajo criterios que tienen en cuenta que los recursos propios deben estar asociados con los riesgos asumidos por los bancos empleando los propios métodos de los bancos en la gestión de dichos riesgos. Una entidad prudente, bajo este esquema, si es capaz de demostrar esa prudencia, podría reservar menos capital a las hipotecas que concede que una entidad menos prudente. Como el capital es un recurso escaso en cualquier actividad empresarial, el premio para las entidades con buena gestión de riesgos es la liberación de estos recursos escasos.

Este énfasis en los métodos propios de valoración del riesgo para el cálculo del capital mínimo es un avance significativo, pero no está exento de problemas. El primero tiene que ver con el diagnóstico del propio sistema de medición y control de riesgos. Alguien debe dar el visto bueno tanto al sistema de gestión del riesgo como al capital reservado para hacer frente a las pérdidas. Esta función la cumple el supervisor bancario. Lo que sucede es que la industria bancaria ha ido por delante de los supervisores con frecuencia, pudiendo llegar al caso de que el supervisor no tenga capacidad para evaluar la bondad de un sistema de gestión de riesgos.

Por otra parte, si se exige un estándar para la gestión de riesgos, se puede volver a la situación previa: ese estándar puede no premiar suficientemente a las entidades con mejores sistemas y ser una rémora para el desarrollo de mejores sistemas de gestión.

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