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Columna
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Ritmos y obstáculos de la Convención

Josep Borrell

La Europa ampliada y dividida necesita un nuevo impulso. Y sólo un final feliz, en tiempo y forma, de la Convención puede dárselo. Por ello el Consejo Europeo de Atenas exigió a Valèry Giscard d'Estaing que presentase el proyecto de Constitución al Consejo de Tesalónica el próximo 20 de junio. Pero no le dio ninguna repuesta concluyente a sus consultas sobre algunas cuestiones clave de la arquitectura institucional europea.

Ciertamente, el cumplimiento del calendario previsto da credibilidad a la Convención, quita argumentos a los que nunca han creído en una Europa política y permite que el futuro Tratado Constitucional, aprobado durante la próxima presidencia italiana, sea un nuevo Tratado de Roma.

Pero, para mantener los plazos, existe el riesgo de que la Convención no pueda proponer un único texto consensuado y acabe proponiendo distintas opciones sobre capítulos importantes. Ello reabriría las negociaciones en el seno de la Conferencia Intergubernamental (CIG), dando un amplio margen de maniobra a los Gobiernos reticentes y con la posibilidad de acabar empantanados como en Niza.

Algunas semanas más para la Convención podrían evitar un fracaso a la CIG y recuperar la distorsión que la guerra de Irak produjo en sus trabajos. Hubo días en los que resultaba un tanto irrisorio especular sobre si Europa debía tener un presidente que pudiese hablar de tú a tú con Bush. ¿Qué hubiera podido decirle? ¿Para qué discutir sobre la ubicación orgánica entre el Consejo y la Comisión de un ministro de Asuntos Exteriores de la Unión cuando Mr. Pesc estaba reducido a un estruendoso silencio?

Así, los artículos dedicados a la política exterior y de defensa fueron aparcados a la espera de tiempos mejores. Algo parecido ocurrió con el gobierno económico de Europa sobre el que no se alcanzó ningún consenso en el correspondiente grupo de trabajo. El debate sobre las instituciones, es decir, sobre el reparto del poder, también fue aplazado mientras se iban definiendo posiciones.

Pero ahora, a dos meses del final, la Convención tiene ya una propuesta articulada sobre las instituciones y la política exterior y de defensa. Elaborada por Giscard d'Estaing, fue ampliamente enmendada por el Presidium y ha dado lugar a un áspero debate entre grandes y pequeños países sobre la presidencia permanente del Consejo Europeo y la composición de la Comisión.

La confrontación entre grandes y pequeños países, en el sentido de su peso demográfico, es algo nuevo en las líneas de conflicto intraeuropeo, aunque el más grande y el más pequeño de los países de la Unión estén en ella desde el principio. La agricultura y la pesca han enfrentado al norte y al sur, la Guerra de Irak ha dividido a los europeos según su posición con respecto al vínculo atlántico y la voluntad de integración separa a la periferia del centro continental.

Pero, en esto, como en tantas otras cosas, las sucesivas ampliaciones han roto los equilibrios iniciales y los pequeños Estados han ido aumentando su representación por encima de su peso político. Frente al poder de los grandes, ven en la Comisión una institución protectora de sus intereses y a veces parece como si quisieran convertirla en un Consejo Europeo-bis en el que todos quieren estar representados. Por eso, temiendo que el ajuste se haga a su costa, se oponen a la reducción a 15 del número de comisarios. Pero una Comisión con 25 o 30 comisarios no sería eficaz y su composición sería muy desequilibrada: los siete países menos poblados (2,5% de la población) tendrían tantos comisarios como los seis más grandes (75% de la población).

Se puede argumentar que estas cifras no son significativas porque los comisarios no representan a sus países de origen. Pero si realmente se cree que esto es así, entonces su nacionalidad no es importante y podría mantenerse un equilibrio geográfico con una composición reducida. Y si no es así, la composición de la Comisión que resultaría de la ampliación no sería razonable: los cinco grandes países verían reducida a la mitad el numero de sus comisarios y los países medianos y pequeños lo duplicarían. Ya se sabe que la coherencia es una exigencia de la que el debate político suele estar dispensado, pero es difícil utilizar a la vez un argumento y su contrario. En este tema, como en otros, la Convención no puede dar por buenos los errores de Niza argumentando que son parte del 'acervo' comunitario. Algo parecido pasa con las reglas de decisión en el Consejo. Niza acordó una compleja regla basada en tres criterios, porcentaje de población, número de Estados y ponderación de cada uno, para definir la mayoría calificada.

España sacrificó su peso en el Parlamento (fue el país que más parlamentarios perdió en términos relativos) a cambio de mantener una ponderación de su voto en el Consejo superior a su peso demográfico. Ahora la Convención propone una regla simple basada en mayoría de Estados que representen tres quintos de la población. Las viejas ponderaciones del voto, en las que Aznar baso su éxito negociador de Niza, desaparecen, con lo cual España habría perdido en los dos tableros del Parlamento y Consejo. Al final, como siempre en Europa, se llegará al consenso desde concesiones mutuas que ya empiezan a perfilarse (comisarios delegados, presidente permanente asistido por una troika rotatoria, etcétera). De ellos hablaremos otro día.

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