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Tribuna
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¡Fuenteovejuna, señor!

En 1998 la llamada Comisión Olivencia entregaba su código, el primero en España, referente al buen gobierno de las empresas cotizadas. Sus recomendaciones dejaban al criterio de las empresas la decisión de una serie de cuestiones fundamentales que iban desde el número adecuado de consejeros independientes, la edad de jubilación de los consejeros o la conveniencia de separar las funciones ejecutivas de la presidencia del consejo. Primaba, pues, el criterio de la autorregulación.

Desconozco si los miembros de esa comisión albergaban esperanzas respecto a la implantación de sus recomendaciones por las empresas, pero, si así fue, el tiempo se encargó de demostrar que tales esperanzas eran baldías. Después de los escándalos corporativos que han adornado la calamitosa evolución de los mercados de capitales durante los tres últimos años, el Gobierno ha hecho lo que se debe hacer cuando no se sabe qué hacer: nombrar una nueva comisión; en este caso la Comisión Aldama, cuyas recomendaciones acaba de hacer suyas el Consejo de Ministros.

Afirman los estudiosos de estos temas que lo conveniente es combinar prudentemente normas de obligado cumplimiento y capacidad de autorregularse de acuerdo a la estructura de cada empresa. El problema reside en las dosis de ambos componentes, de forma que en un marco regulatorio claro las empresas decidan en qué medida cumplen o no las recomendaciones legales, con la obligación, eso sí, de explicar al mercado las razones de su incumplimiento. Quizá, de haberse adoptado ese enfoque, el Gobierno hubiera debido exigir a las empresas que informaron del cumplimiento, o no, de las recomendaciones de la Comisión Olivencia, en vez de esperar el milagro de su aceptación voluntaria.

La Comisión Aldama no ha planteado grandes novedades al respecto, si bien sus recomendaciones suponen un progreso al pedir que las empresas estén obligadas a informar públicamente de las cuestiones mencionadas al referirse al Código Olivencia, así como solicitar que sea obligatorio el dotarse de sendos reglamentos de la Junta de Accionistas y del Consejo de Administración al igual que una referencia detallada a los deberes y obligaciones de directivos y administradores. A decir verdad, no han sido muchos los elogios con que el informe de la Comisión Aldama ha sido recibido y la critica más común es que ha buscado quedar bien con demasiados sectores, especialmente Gobierno y empresas.

Ha de reconocerse, sin embargo, que no tenía una tarea fácil, como prueba la lectura de una encuesta llevada a cabo por la Fundación de Estudios Financieros sobre la mejora del gobierno corporativo. Basada en 65 entrevistas personales y 113 cuestionarios enviados a altos directivos de empresas y agentes financieros del país, el estudio revela claras divergencias en cuestiones tales como el concepto y el número de independientes que deben figurar en los consejos, si deben poder reunirse sin la presencia de los consejeros con responsabilidades ejecutivas o si han de ser mayoría en los consejos de aquellas empresas en las que no existan grupos de accionistas que ostenten el 50% del capital. Bien es cierto que hay consenso a la hora de inclinarse por la separación de funciones entre el primer ejecutivo y el presidente del consejo, la necesidad de contar con una comisión de auditoría con mayoría de consejeros independientes.

En todo caso, y es lo más significativo, las principales conclusiones se refieren al insuficiente papel desempeñado por los consejos de administración en las empresas cotizadas, la necesidad de mejorar el buen gobierno corporativo, potenciar la transparencia, separar gestión empresarial y tareas de supervisión y evitar 'caer en una excesiva reglamentación del gobierno corporativo, que limitaría la necesaria libertad empresarial y su eficiencia'.

El compromiso está ahora en manos del Gobierno, que debería implicarse decididamente, pues a él corresponde encontrar el deseable equilibrio entre normas legales y autorregulación, pero parece que existen tres cuestiones respecto a las cuales la situación debería quedar inmaculadamente clara:

La existencia obligada de un código de buena conducta corporativa.

La ordenación de la estructura del consejo, pues no en vano es la pieza fundamental a través de la cual se engarzan los intereses de accionistas y directivos de la empresa.

El refrendo del papel de los accionistas -que por algo son los dueños de las empresas- y la imposición de normas muy exigentes a los gestores de los inversores institucionales en relación con su comportamiento en las juntas de accionistas de las empresas en que participan. Con ello y un poco de suerte a lo mejor dentro de un cierto tiempo y al revés de Fuenteovejuna, nadie podrá rehuir sus responsabilidades propias en el fracaso colectivo de una empresa en España.

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