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Columna
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La cesta de la compra es inocente

Siempre que se pasa por un episodio de fuerte aumento de precios como el vivido el año pasado, muchas personas tienen con desagrado la percepción de que el aumento de los precios de los bienes y servicios adquiridos es muy superior al dado oficialmente por el INE. Ese descontento puede llegar a la irritación en el caso de los preceptores de rentas bajas como son los pensionistas al ver como el aumento de sus pensiones es superado significativamente a los pocos meses por un mayor aumento de los precios.

La explicación más simplista dada a esta diferencia de precios percibida es achacarla a una manipulación a la baja de los resultados del índice de precios, insinuando que su elaboración no sigue un protocolo capaz de comprobar su veracidad. La más frecuente es, sin embargo, considerar que la estructura de gasto de quien percibe esta anomalía, es decir, su cesta de la compra particular, no coincide con la utilizada en el instrumento de medida.

La experiencia nos dice que la primera explicación no se ajusta en absoluto a la realidad. El índice de precios al consumo (IPC) es probablemente la estadística más antigua de las utilizadas en la medida de los fenómenos de las economías en los países estadísticamente avanzados. En el caso de España, no hay duda de que la medida de la variación de los precios es mucho más fiable por razones técnicas y se ajusta más a la realidad que pretende medir que la estadística de las rentas salariares, la del mercado de trabajo o, por supuesto, las cuentas nacionales.

La llamada cesta de la compra utilizada en el IPC del INE pretende recoger una estructura media de gasto en los bienes y servicios del conjunto de la sociedad, que sea, a su vez, reflejo de las rentas y preferencias medias de la misma.

Como hay un cambio continuo en la estructura de gasto de las familias hacia bienes que por tipología en la distribución o por innovaciones tecnológicas tienen menores aumentos de precios o hacia los servicios, la famosa cesta se actualiza regularmente para tener una visión más precisa de la realidad.

Pero el índice, al ser intrínsecamente imperfecto, no puede dar una medida exacta de la variación de los precios, que por otra parte es inútil. En parte porque tampoco son perfectas, ni mucho menos, las políticas monetaria y fiscal que lo utilizan; también porque uno o dos decimales en más o en menos en la medida de los fenómenos económicos no cambia su sustancia. Puede, sin embargo, tener un valor político.

Una inflación del 1,9% o del 2,1% anual sigue siendo baja, pero hay una diferencia cualitativa importante en la segunda si, como es el caso en España o en el BCE, se fija el 2% como límite superior infranqueable. No sólo hay opiniones que consideran que el IPC infravalora la realidad. También hay quienes piensan, mayormente expertos en la materia, que al no tenerse en cuenta suficientemente en la recogida de los precios las mejoras en la calidad de los productos, el índice no valora una mayor satisfacción de los consumidores a igualdad de gasto, que equivale a una reducción del precio. Eso es cierto sin duda en algunos productos de gran consumo, pero no lo es menos que también se dan deterioros en la calidad de algunos bienes y servicios que habría que tener en cuenta.

Parece, pues, que no está justificada la reacción airada de quienes ante un acceso de fiebre inflacionista quieren romper el termómetro. La protesta contra el aumento de los precios no debe dirigirse contra el empleo de un instrumento de medida inadecuado ni contra quien lo pone a punto, elabora y publica, el INE. El problema de los precios es el resultado de la falta de medidas de política económica orientadas a eliminar la persistente ineficiencia de los mercados y a promover suficientemente la competencia. Pero el índice de precios también crea problemas si se utiliza indebidamente, como cuando se hacen unas previsiones oficiales excesivamente optimistas de su variación en el corto plazo por las consecuencias que comporta. Es una obviedad decir que la dificultad fundamental de las previsiones es que el futuro es incierto. Pero cuando las previsiones oficiales de aumento de los precios quedan sistemática y significativamente por debajo de los resultados, como ha venido sucediendo últimamente, no se puede atribuir esa desviación a un simple error de predicción. Sobre todo cuando la tendencia de fondo de la evolución de los precios en ese periodo y la de los factores que los determinan sugerían aumentos muy superiores.

Estas previsiones adolecen de un voluntarismo irrealista e inútil porque no tienen, como probablemente se pretende, una influencia moderadora sobre las expectativas por haber perdido toda credibilidad. Si tienen, por el contrario, efectos negativos sobre los perceptores de rentas indexadas a estas previsiones, principalmente por su número los pensionistas.

Es cierto que a principio de cada ejercicio se compensa la diferencia entre la variación de precios prevista que sirvió de base para el aumento de las pensiones y la variación real, pero el aumento de las pensiones en 2002 quedaba superado por el de los precios ya en los primeros meses del año, como puede apreciarse en el gráfico. Como consecuencia, los pensionistas tuvieron que soportar hasta el momento de la actualización de las pensiones una pérdida de casi el 2% de su poder adquisitivo con las consiguientes privaciones que pueden haber sido dolorosas para quienes tienen las pensiones más bajas.

Pero siempre les queda el consuelo de haber contribuido durante unos (largos) meses a mejorar el saldo de las cuentas públicas de cuyos beneficiosos efectos en el largo plazo habrán sin duda de disfrutar, aunque para algunos el plazo quizás sea demasiado largo.

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